Enrique Santos Calderón
24 Enero 2021

Enrique Santos Calderón

Los fantasmas de Biden

Biden tiene fantasmas del pasado que sus adversarios no cesan de revivir.

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Todos sabemos que Joe Biden la tiene bien difícil. Con un Trump aún poderoso y con ganas de sacarse el clavo, con pandemia galopante en un país exacerbado y pesimista, el recién instalado presidente de la primera potencia tendrá que desplegar mucha audacia personal y enorme sagacidad política para arrancar en firme.

De lo primero carece, pues nunca ha sido un hombre osado, pero lo segundo le sobra, en su condición de viejo zorro que estuvo más de 30 años en el Senado. Por donde se le mire tiene una agenda ultracomplicada, que la derecha republicana hará lo imposible por enredar aún más. Suprema prueba de liderazgo, pues, para este veterano demócrata de 78 años en momentos en que su país sufre la más aguda polarización política imaginable. La pregunta es si estará a la altura del desafío. Y con los huevos que demanda la coyuntura.

Nada de lo que se sabe sobre Joe Biden indica que así será. Para comenzar es un débil orador, con inquietantes lapsos de memoria. No tiene el encanto seductor de un Bill Clinton, ni el carisma personal de un Barak Obama, ni mucho menos la magnética fuerza inspiradora de un John Kennedy para galvanizar a una nación crispada y dividida. Las diversas notas sobre la personalidad del nuevo mandatario en los medios estadounidenses (donde sobresale la espléndida edición conmemorativa de la revista Time) han coincidido en destacar su cautela, pragmatismo y empatía. Afirman que “irradia calor humano y conecta con las personas que lo rodean”. Pero subrayan que se trata de un hombre indeciso e inseguro, proclive a las metidas de pata cuando improvisa: “Es un candidato porcelana; no hay que exponerlo mucho”.

Biden tiene fantasmas del pasado que sus adversarios no cesan de revivir. Como el episodio del plagio en un discurso en 1998, que lo llevó a abandonar la campaña presidencial que había lanzado meses antes. O su torpe manejo en 1991 del tema de acoso sexual a las mujeres (el célebre caso de Anita Hill), que enfureció a las feministas de la época y que hoy le resultaría mortal.

Fantasmas remotos, y si acaso menores, frente al grande que hoy lo ronda: el del fraude electoral que se inventó Trump y que lo perseguirá por largo tiempo. El autor del infundio ya se fue, con portazo, pero dejó el daño: millones de republicanos todavía creen que al pobre Donald le robaron la elección. Un exgobernador de Pennsylvania le advirtió a Biden que no olvidara que “estará gobernando una América trumpista”.  Aunque lo será menos después del asalto al Congreso, que Trump instigó y que golpeó su popularidad. El extraño personaje está aislado y furioso, abandonado por sus asesores, despreciado por los aliados de Estados Unidos, marginado de las redes sociales y —algo que debió de dolerle en el alma— vetado por la PGA (Asociación de Golfistas Profesionales) para celebrar torneos en sus canchas de golf.

Pero no por apestado deja de ser peligroso y no cabe subestimar el mal que aún puede causar. Él es el fantasma mayor, el de carne y hueso, que le dejó a Biden toda suerte de chicharrones. Por ejemplo, su decisión de última hora de incluir a Cuba en la lista de países patrocinadores del terrorismo, lo que le crea al nuevo gobierno una incómoda situación de hecho en el hemisferio. Uno de sus presuntos motivos es la negativa de Cuba a entregar a jefes del Eln que residen en la isla, y se comenta que funcionarios del gobierno colombiano inspiraron la medida. De ser así, le quedará más complicado a Duque tender puentes armónicos con el Washington de hoy. ¿Y qué decir del insólito llamado del Centro Democrático a “tomar decisiones” (léase romper relaciones) con Cuba? ¿O del risible “dossier secreto” sobre la isla que publicó en portada Semana? Da grima que se pretenda engatusar a la opinión de esta manera. Y chuparle rueda hasta el final a los pataleos ideológicos del trumpismo.

Colombia debe esperar de Biden un respaldo decidido a la implementación de los acuerdos de paz y una estrategia integral, no repetitiva ni populista, contra el aumento de la producción de coca en el país. Y, obviamente, un tratamiento más realista y eficaz del problema de Maduro, que tanto nos concierne. Para América Latina, en fin, no puede ser más de lo mismo: mucho tilín tilín y muy poco ice-cream.

Biden no tendrá luna de miel en el radicalizado clima que allá se vive. Pero arrancó bien, con una cascada de decretos ejecutivos que señalan ya una ruptura con su antecesor. Que ojalá venga acompañada de un antídoto —poderoso— contra la agresiva plaga de nacionalismo racista que contamina a la nación símbolo de la democracia occidental.

Las presidenciales gringas fueron el triunfo del hombre decente frente al matón, y el mundo respiró aliviado.  Pero la decencia tiene que hacerse sentir porque el matón sigue ahí, buscando camorra. Por eso a Biden hay que decirle: ¡firme, viejo Joe: no te la dejes montar!

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Nota: Alberto Donadio citó en Los Danieles un párrafo fuera de contexto de una reciente columna mía, en la que dije que el gobierno de Barco fue desbordado en sus inicios por la ofensiva terrorista del Cartel de Medellín contra la extradición. Fue un hecho innegable. Pero sindicar a Barco de ordenar el exterminio de la Unión Patriótica es un despropósito. Una cosa fue la brutal defensa que hizo la mafia de su negocio y otra la campaña de asesinatos contra la UP. A nadie que haya conocido a Virgilio Barco, quien aclimató los primeros procesos de paz con la guerrilla, se le ocurriría tan inaudita acusación.

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