Ana Bejarano Ricaurte
16 Octubre 2021 12:10 am

Ana Bejarano Ricaurte

Los reflectores de Barrientos

El pastor de fe se vale de la relación con Dios que tiene su víctima para vulnerarla, y en ese camino aniquila una parte íntima —sagrada, dirían otros— del abusado.

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En 2016, el Óscar a mejor película se lo llevó la historia del equipo investigativo Spotlight, del periódico gringo The Boston Globe, que fijó sus reflectores en uno de los más escandalosos casos de pederastia cometida por curas católicos bajo el auspicio de los jerarcas de la Iglesia en los Estados Unidos. La pieza merecía el Óscar por sus actuaciones y su libreto, pero especialmente por visibilizar un relato silenciado. 

Una de las escenas más poderosas transcurre mientras una de las víctimas le cuenta a la reportera Sasha Pfeiffer que los abusos cometidos por los sacerdotes y el silencio cómplice de quienes tenían el poder de detenerlos condujeron a una afrenta para ella más dañina que la violencia sexual: la violación de su relación con Dios y con la fe. 

Sobre este mismo tema trata el libro del valiente periodista Juan Pablo Barrientos, Este es el cordero de Dios. Como también lo hizo en su pasada obra Dejad que los niños vengan a mí. Por supuesto, la Iglesia católica no ha escatimado esfuerzos en acosar judicialmente a Barrientos y a las víctimas que se atrevieron a contar su verdad con la intención de silenciarlos y desaparecer sus testimonios. La Fundación para la Libertad de Prensa llamó a esta lluvia de acciones legales un “ataque coordinado” para callar la verdad sobre la pederastia religiosa.  

Las investigaciones periodísticas, como lo hizo también la película Spotlight, develan con cuidado y acierto cuanta repugnancia se esconde detrás de esta forma de acoso y abuso sexual. Todo tipo de violencia sexual es indignante, pero la que ejercen los religiosos lo es aún más, pues se aprovechan de la ascendencia que tienen sobre los creyentes para ganar su confianza y luego, destrozarlos. Claro: muchos depredadores sexuales utilizan técnicas parecidas, pero el pastor de fe se vale de la relación con Dios que tiene su víctima para vulnerarla, y en ese camino aniquila una parte íntima —sagrada, dirían otros— del abusado.   

Los relatos de Barrientos demuestran cómo estas redes de proxenetismo infantil y de inducción a la prostitución eligen muy bien a sus víctimas y se aseguran de que sean menores desprotegidos, pobres, hambrientos, casi abandonados. Algo semejante al horror de los falsos positivos. Cuando no lo son, se sirven también del orgullo que puede generar en una familia creyente el hecho de que el párroco fije su atención en uno de sus retoños. 

Este problema es, sin lugar a dudas, un cáncer sistémico que se carcome a las comunidades creyentes. A los violadores, en cambio, les afecta muy poco. La Iglesia católica ha auspiciado y permitido que semejante fenómeno siga existiendo, y ya es grotesco el cúmulo de evidencias que demuestran que a los curas violadores los trasladan de parroquia en parroquia, o se inician investigaciones en la justicia eclesiástica sobre las cuales poco sabemos, porque es tan eficaz como la justicia penal militar o la Comisión de Absoluciones del Congreso. Algo está podrido en el palacio apostólico y ese pus se riega sobre los feligreses. 

Como lo muestra Barrientos, en el caso de la Arquidiócesis de Villavicencio existía una red de por lo menos 38 pedófilos y proxenetas. Tras unas pocas y tímidas denuncias de la comunidad, algunos fueron simplemente trasladados. Además, anclados en una interpretación abusiva y equivocada del Concordato —el Tratado entre el Vaticano y Colombia, firmado en 1887 y 1973— han buscado insistentemente rehuir a la justicia ordinaria, que tampoco se ha mostrado muy preocupada.  

Resultaron inútiles los tímidos manuales contra el abuso que editan desde Roma, y los protocolos y las comisiones. Si la Iglesia católica quiere que le creamos que no es una institución encubridora de la violencia sexual nacida en su seno, ¿por qué acosa judicialmente a quienes se atreven a contar la historia?

Los esfuerzos de Barrientos son el empeño de un loco que enfrenta a un poder enorme y casi invisible, en su obstinación por revelar la verdad y dar voz a las víctimas. Es también la historia de cómo trascurrió una investigación periodística de esta dimensión en medio de las restricciones de la pandemia y de tres mujeres, devotas de la iglesia, pero ante todo de la justicia. Pero es primordialmente la historia de Pedro y las miles de víctimas silenciadas que él representa a quienes estos criminales de sotana les robaron su libertad sexual, su sistema de creencias y, en muchos casos, su vida. 

Este grupo de gente valerosa y el periodista que decidió escucharlos no compiten por un Óscar: luchan por sobrevivir a la tormenta de demandas y tutelas que ya enfrentan y enfrentarán por regalarnos periodismo útil y serio. La mejor estatuilla que pueden recibir es que leamos este libro. 

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