Enrique Santos Calderón
19 Junio 2022

Enrique Santos Calderón

¿MIEDO A PETRO O SUSTO AL VIEJO?

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Hizo falta el debate final entre Gustavo Petro y Rodolfo Hernández. Ya las cartas están jugadas, pero me parecieron lamentables la escabullida del ingeniero y la forma leguleya como sacó el cuerpo.

Los debates televisados han sido elemento clave de las campañas presidenciales en todas las democracias modernas, desde aquel famoso entre Richard Nixon y John Kennedy en los años sesenta, que le aseguró la victoria a este último. Son el momento culminante de las campañas. Es el escenario donde, cara a cara y frente a un público que los ve y escucha, enfrentan posiciones quienes aspiran a regir los destinos de una nación.

Rehuirlos deja una sensación de vacío e inseguridad, aunque en las democracias tropicales los candidatos con cómodas ventajas en las encuestas suelen escurrir el bulto. Mejor no exponerse a un revés que pueda recortar el liderazgo. Para la muestra un botón: hace cuatro años el candidato Iván Duque, que punteaba en los sondeos, se negó a ir a debate en la segunda vuelta que lo enfrentó a Petro. No es el caso de hoy con una carrera que va nariz a nariz, y sin embargo el ingeniero se chupó.

Quienes defienden su actitud alegan que el debate se prestaba para insultos y ataques personales que hubieran polarizado aún más al país. Alegato que oculta mal la sospecha de que no se sentía preparado y saldría perjudicado en una confrontación de ideas. Da grima, pues, que en una campaña calificada de “tóxica” por su exceso de zancadillas y ausencia de ideas, en la que sorprendieron la pobreza conceptual y la falta de propuestas originales y convincentes sobre qué hacer con este país, se haya privado a la ciudadanía de la posibilidad de presenciar un “tú a tú” entre los dos aspirantes a la Presidencia, que seguramente le hubiera ofrecido más elementos de juicio para tomar una decisión. 

Pero esto no se dio. Hoy tendremos presidente y toca pensar en escenarios postelectorales. Los buenos, los malos y los feos. Uno positivo pero improbable es que haya una victoria tan nítida que no se prestara para pataletas del perdedor, quien rápidamente reconocería su derrota. Algo parecido a lo del año pasado en Chile, donde el ultraderechista José Antonio Kast fue el primero en felicitar al socialista Gabriel Boric (la ventaja fue amplia, hay que decirlo). En esta perspectiva optimista, el ganador invitaría al perdedor a un acuerdo de principios para sacar al país adelante. Le ofrecería incluso un par de ministerios.

El peor escenario es el de un resultado tan apretado que el reconteo de votos se prolongue indefinidamente y el desenlace sea pretexto para que el perdedor lo desconozca, agite a sus fanáticos y estallen protestas y motines. La historia ya vivida de Anapo y el 19 de abril de 1970 que no creo que se pudiera repetir por los mismos motivos. Con el sistema electoral que hoy tiene Colombia es casi imposible –aseguran conocedores del tema como Héctor Riveros—que haya fraude o que un partido o candidato se puedan robar una elección presidencial.

Crucial resulta entonces que la transparencia del proceso sea incuestionable y la Registraduría —comenzando por su jefe— esté por encima de toda sospecha. Después del fiasco de las parlamentarias del 13 de marzo se han tomado por fortuna varios correctivos. Hay 110 mil testigos electorales (74 mil de Petro), abundan auditorías oficiales y el acompañamiento y vigilancia de cincuenta organizaciones de 33 países inspiran más seguridad y confianza.

Gustavo Petro ha dicho que si gana las elecciones convocaría a un gran acuerdo nacional (“incluso con Álvaro Uribe”) y enfatiza cada vez más la seriedad de su equipo económico, al cual se han acercado exministros duchos en la materia como José Antonio Ocampo, Ruddy Hommes y Alejandro Gaviria. Es una actitud responsable, que en algo podría tranquilizar a quienes lo ven como el diablo encarnado.  Petro ha sido objeto de una estigmatización visceral solo comparable a la que padeció durante muchos años Álvaro Gómez Hurtado, un hombre culto, capaz y preparado a quien el liberalismo nunca le perdonó su radicalismo juvenil, ni ser el hijo de Laureano.  No llegó por eso a la Presidencia pese a sus dotes de estadista.

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Positiva, pues, la actitud de Petro a quien percibo más como un socialdemócrata o liberal progresista que incendiario líder de una izquierda extrema. Clave que ese espíritu de unidad nacional sea asimilado por sus huestes, tan proclives a la agresiva intolerancia.  ¿Sabrá controlar y encauzar las corrientes radicales de su movimiento? Si tratan de imponerse, ¿romperá con ellas como hizo Felipe González en España? ¿O las alentará en caso de que sienta que el Congreso y el establecimiento político no lo dejan gobernar? Interrogantes postelectorales para tener en cuenta.

En el caso de un triunfo de Rodolfo Hernández no se me ocurre que vaya a resultar un pequeño Hitler ni que piense poner todo patas arriba a punta de actos populistas. Antes de caer en el mutismo y rehuir debates dijo que había que abrir un diálogo y poner fin a tantos odios y “peleas sin sentido”. Pueda ser. Son innegables el fervor popular que despierta Hernández y la eficacia de su estrategia digital. Otra cosa son sus recurrentes salidas en falso, el desorden conceptual, el tufillo autoritario y las actitudes excéntricas como la de desaparecer la última semana. Todo lo cual hizo que no pocos rodolfistas pasaran del temor a Petro al “susto al viejo”.

Entre mañana 20 y hasta el 7 de agosto vendrá la transición del poder.  Un período crítico que para bien del país y la cohesión del Estado ojalá sea armónico, así como el empalme entre los equipos del presidente que se va y el que llega. Lo que se vislumbra no será fácil y, gane quien gane, los retos de gobernabilidad serán enormes. Pero ese es otro tema y ya no hay espacio para más especulaciones.

Ahora se trata de votar —yo ya canté el mío— en medio de tamaña incertidumbre. Lo único seguro es que hoy tendremos presidente electo.

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