Ana Bejarano Ricaurte
18 Diciembre 2021

Ana Bejarano Ricaurte

Ser mamá

Irene cambió mi vida, por supuesto, como les ocurre a casi todas las personas que traen a otra a este mundo. Soy mejor y más feliz porque ella existe.

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Estoy en la edad en la que la maternidad es el tema en boga. En especial para las amigas: las que quieren ser mamás y las que no. Las abuelas expectantes, las críticas feroces, los cambios de vida. Se habla y pregunta hasta el cansancio, pero ¿qué tan honesta es esta conversación?

En mi caso —y comprendo que es al mismo tiempo un abuso y un privilegio usar estas páginas para contar mi historia personal, pero el espíritu decembrino me ampara bajo su sombra— siempre quise ser mamá. Cuando supe que llevaba a una niña en mi panza surgió una preocupación con la que no contaba. Sentí un poco de angustia, pues entendí que solo por ese hecho le tocaría más difícil. Además, pensé que estaba muy lejos de poder ser ejemplo para alguien. ¿Cómo iba a mostrarle a mi hija las formas de transitar por los caminos de este mundo de hombres si apenas empiezo a entenderlo yo? 

Después de quince horas de parto, la enfermera me puso a Irene en los brazos y me dio terror. ¿Qué hice?, pensé. Los primeros días y meses los viví entre una niebla agotadora e interminable, llena de pánico e incertidumbres. Apenas empecé a cogerles el tiro a la lactancia, los pañales, los gases, la falta de sueño y las ronchitas extrañas, ya era hora de volver al trabajo. 

Y entonces arreció la culpa: dejarla al cuidado de otros y aparentar que no importaba. Cumplir con los horarios, las reuniones y la ambición… Ante todo la ambición. Pretender que me impulsaban los mismos deseos que antes; que quería seguir siendo la misma persona. Hacer esfuerzos por comprender —y a veces soportar en silencio— a los colegas: muchos todavía piensan que las madres trabajadoras tienen un simple hobby al que pueden hacer caso omiso.

En el peor momento llamé a mi mamá desesperada, después de un tragicómico episodio de extracción de leche en el piso de un juzgado. “No voy a poder”, le dije. “Sí puedes y punto”, me contestó y me animó a seguir, como siempre lo ha hecho. Dicen que la vida viene sin manual, pero viene con mamá; en mi caso no hubo nunca nada más cierto. 

En esos días me tomaron unas fotos para una conferencia. Cuando el fotógrafo se acercó a mostrarme el resultado, me costó reconocerme. Pasaron meses sin saber quién era. El espejo se sentía como una película extranjera. 

Y cuando se apacigua el vendaval y empieza a surgir del bebé una personita, se asoman también las angustias de la crianza. ¿Cómo explicarle a una persona el mundo? ¿Cómo criar a una buena persona? ¿Qué es ser una buena persona? ¿Acaso lo soy yo? ¿Cómo mostrarle que su vida está llena de privilegios en un país donde tanta gente la pasa tan mal? Es una tarea titánica, que a veces se siente imposible. Especialmente porque cuesta entender que los hijos andan solos, que no son reflexiones de nuestro ego. Que tendrán vidas, deseos e ideologías propias. A veces veo en su cara mis gestos, que pronto se desvanecen. 

Irene cambió mi vida, por supuesto, como les ocurre a casi todas las personas que traen a otra a este mundo. Soy mejor y más feliz porque ella existe, pero el camino hubiese sido un poco menos espinoso si la conversación sobre la maternidad, la lactancia, las madres trabajadoras y tantos otros retos fuese más honesta entre nosotros. 

Antes de Irene tuve un embarazo fallido; fue uno de los momentos más difíciles de mi vida. Al contarle tímidamente a mis amigas, me sorprendió que muchas habían pasado por experiencias similares, pero nunca lo habían compartido. Cuánta vergüenza y silencio asociados a la labor más trascendente de la raza humana, la que nos garantiza la supervivencia. Y lo más grave: este tabú tiene peores efectos, incluso devastadores, para las mujeres que no cuentan con un acceso digno y suficiente a la salud y a la educación.    

Cuando se abordan asuntos de tan pequeña y al mismo tiempo enorme trascendencia muchos contestan que es puro victimismo, que somos desagradecidas: un feminismo trasnochado e inútil. Y qué decir sobre la presión y enjuiciamientos que enfrentan las mujeres que deciden —en todo su derecho— que no quieren ser mamás. Estos críticos se equivocan. Hacen falta en el mundo más conversaciones sinceras sobre la maternidad, porque es un asunto de salud pública, porque serviría para traer mejor a las personas al mundo y, ante todo, porque este tema no debería ser el origen de tantas culpas y vergüenzas. Nos merecemos más honestidad que nos permita entender que esa enorme satisfacción que viene con la maternidad no llega sola, y eso también es aceptable. Aquí mi grano de arena.   

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