Daniel Samper Ospina
11 Abril 2021

Daniel Samper Ospina

Si me reciben en palacio

—Presidente: ¿por qué obtener los recursos de la maltratada clase media y no buscar nuevos contribuyentes, como las Iglesias, aprovechando que el Estado es laico? —señaló un vecino.

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Aquella noche me oprimía la responsabilidad de entregar la columna de aniversario de Los Danieles (donde quería celebrar el sueño convertido en realidad de seguir escribiendo), cuando —casi sin que me diera cuenta— la angustia se disolvió en un sueño muy realista en que marcaba al conmutador del Palacio de Nariño y hablaba con el presidente Duque. El funcionario remitía la llamada mientras sonaba una musiquita de espera con canciones de Maluma.

—Buenos días, ¿a quién necesita? —contestó fin una suave voz femenina.
—¿Con quién hablo? —pregunté con seguridad.
—Con María Paula Correa: ¿a quién necesita? —insistió ella.
—Al presidente Iván Duque —dije sin dudarlo.
—¿De parte de quién? —inquirió.
—De Daniel Samper.

Esperé a que me tirara el teléfono o me dijera que mi apellido le parecía una vergüenza para Colombia. Pero su voz se puso más suave todavía. 

—Permítame un segundito interrumpo al presidente, doctor Samper. Me da gusto saludarlo.

Quedé atónito cuando reconocí del otro lado de la línea la mismísima voz del presidente en persona, inconfundible gracias a la televisión: era como oír a Carlos Calero.

—Mi estimado doctor Samper: me alegra hablar con usted. Estoy para servirle —aseguró.

Le dije entonces que, junto con algunos vecinos, tenía diversas preocupaciones sobre el rumbo del país, y que me parecía importante ventilarlas en persona, en una breve reunión de a lo sumo una o dos horas.

—Pero claro que sí —me contestó—: lo dejo con el alto comisionado para Citas y acá los espero con los brazos abiertos.

Quiero decir que el sueño era vívido como ningún otro; y que, por insólita que pareciera la situación, yo la digería con una tranquilidad parsimoniosa.
 
Cité, pues, a vecinos: a Pedro, a Juan, a Laura, a María, a Pepe y demás exelectores de Noemí. Ninguno quería creerme, lo cual otorgaba un brillo realista a la escena. 

—Si el presidente no recibió a los estudiantes ni a los indígenas: ¡qué lo va a hacer con nosotros! —apuntó Pepe.
—Pero sí a Maluma —les dije yo—: y no porque fuera el Pretty Boy, sino porque asistió en calidad de ciudadano preocupado.

El silencio se templó en el aire, y yo mismo lo quebré con una nueva carga de retórica: 

—Esta semana, además, recibió a Tomás y Jerónimo: ¿y qué son ellos? ¿Funcionarios? ¿Expertos en derecho tributario? No: dos simples ciudadanos preocupados, como nosotros —imprequé.

Por esas extrañas transiciones de tiempo que suceden en los sueños, aparecíamos súbitamente en la oficina presidencial. Todo estaba reluciente: el cuadro de la virgen de Chiquinquirá, la chaqueta rotulada con el nombre del presidente sobre el espaldar de la primera silla; la guitarra Fender al pie de la mesa; la bandeja de plata con las salchipapas.

Entonces irrumpió el propio Duque y, con su reconocida amabilidad, dio la bienvenida a cada uno de los presentes por su nombre y repartió cariñosos coditos de saludo. 

Después se sentó:

—En mi Gobierno siempre serán bienvenidas las inquietudes de los ciudadanos preocupados: ¡ajúa cunad! —gritó, con lo cual entendimos que nos podíamos sentar.

Gracias a la confianza de la que nos impregnó, nuestra timidez se desgajó rápidamente en un aguacero de ideas en que todos hablábamos al tiempo mientras él tomaba nota.

—Presidente: ¿por qué obtener los recursos de la maltratada clase media y no buscar nuevos contribuyentes, como las Iglesias, aprovechando que el Estado es laico? —señaló un vecino.

Duque suspiró. Buscó el significado de laico en el diccionario. Y dijo:

—Concedido, amigo: tiene usted razón.

Y tras aceptarlo lanzó una mirada a la virgen de Chiquinquirá:

—Perdóname, madre.

Las ideas seguían volando de un lado al otro como mariposas, mientras el presidente las cazaba con su cuaderno de notas. Los contornos del sueño se me borran en ese momento, pero recuerdo que le decían que gravara las bebidas azucaradas, y él asentía y anotaba; que legalizara y gravara la marihuana recreativa, y él anotaba y asentía.

Entonces otro vecino pidió la palabra:

—Si a eso añadimos el cierre de las 14 Altas Consejerías que nos cuestan casi 300 mil millones y solo sirven para estorbar a los ministros, y suspendemos la compra de 14 billones por aviones de combate, y eliminamos el gasto de mecato presidencial, que vale lo mismo, no habría que hacer reforma, presidente.

Duque pidió silencio con un gesto mientras parecía desarrollar cuentas en su cuaderno, e hizo una mueca trágica. Pero era para jugarnos una broma, porque de inmediato extendió una sonrisa feliz, jubilosa, contagiosa, que remató mientras se ponía de pie. 

—Señores: lo hemos logrado. Con esas medidas, no necesitamos reforma.

Lo que siguió fue un efusivo cerco de abrazos y celebraciones. El presidente en persona repartió las salchipapas y se despidió de uno por uno con golpecito de codo.

Golpecito que sentí en carne viva, varias veces. Porque en ese momento mi mujer procuraba despertarme para que escribiera la columna de aniversario de Los Danieles. El sueño de continuar escribiendo se cumplía. Feliz aniversario. Y que sigan los sueños. 

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