Ana Bejarano Ricaurte
6 Noviembre 2022

Ana Bejarano Ricaurte

VIDRIOS ROTOS

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“Jonathan y televidentes, muy buenas noches: pues mire, me encuentro justamente en la estación Polo, una de las más afectadas en medio de las manifestaciones presentadas el día de hoy”… Del abuso sexual sufrido por Hilary Castro en Transmilenio, la prensa solo registró las protestas que le siguieron.

Y es la historia de millones de mujeres. Una de cada tres ha sufrido un episodio similar, o varios, a lo largo de su vida. Castro, una adolescente de 17 años, fue obligada bajo amenaza de cuchillo a realizarle sexo oral a un usuario de Transmilenio, que también la sometió a tocamientos indebidos. Su valentía la llevó a denunciar públicamente. 

En su testimonio, además de la horrenda experiencia del abuso, resalta la indolencia de la Justicia. Porque el sistema mismo empuja a que esas sean las vías con las que contamos para ser escuchadas y resarcidas. Por eso a veces solo nos queda la calle y el escrache, porque la burocracia y parsimonia del sistema cohonestan la violencia a la que somos sometidas.

Acto seguido, colectivos feministas emprendieron su camino de protestas. Se destruyeron escaparates y causaron daños a varias instalaciones de Transmilenio. Y de todo este episodio, que tanto revela sobre estructuras sociales complejas, los medios de comunicación se quedaron con los vidrios rotos. Ninguno de los grandes noticieros o impresos cubrió la valiente denuncia de Castro o el fenómeno de la violencia de género. Ni siquiera el debate sobre el ímpetu que puede o no tener una protesta: nada. Apenas un escueto: “afectaciones a Transmilenio en medio de protestas”. 

Cambio Colombia

Cada vez que una mujer se atreve a denunciar en voz alta un episodio semejante debería servir de excusa para hablar de una de las pandemias más silenciadas, la que peores estragos sociales causa. Lo de Hilary parece paisaje porque lo es. No hay fenómeno social más aceptado, ocultado e incluso preservado que la violencia machista. 
Empecemos por Transmilenio, que puso el tema. Un informe de la ONU Mujeres reporta que el 89,9 % de sus usuarias se sienten inseguras al usar el sistema. El 38,4 % decide no emplearlo por temor (y tiene el privilegio de permitírselo). El 29,5 % de las pasajeras señala haber sido víctima de alguna situación de acoso: casi una tercera parte. 

Pero lo cierto es que este es un fenómeno que permea todas las esquinas de la sociedad. Unas cifras regadas por ahí para que se hagan una idea: entre enero y octubre de 2021, 98.545 mujeres denunciaron haber sido violentadas; la media ya va en 33 maltratadas al día −obvio, de las que se atreven a hablar−. En 2021 las niñas y las adolescentes menores de edad representaron el 80,47 % de los casos de violencia sexual. Casi siempre el agresor es el progenitor, la pareja o un conocido del círculo íntimo. Llega al servicio público, al trabajo, a la calle, al hogar; no hay escapatoria. Y mucho menos la tienen las mujeres con acceso insuficiente a la salud, a la educación y, como Hilary, a la justicia.

Pero en la prensa y redes sociales se sienten más las voces en contra de la destrucción de bienes públicos que el rechazo a este genocidio incesante al que estamos sometidas. Es apenas normal, porque para que persistan estos niveles de violencia a plena vista, la estación vandalizada debe ser más valiosa. Claro, ambas voces importan. Es confuso y difícil el debate sobre qué tipo de violencia autoriza la protesta social. Cuándo habilita el grafiti, los estragos a edificios o buses, hasta el lanzamiento de cosas. Es comprensible la frustración frente al destrozo del transporte público, que anda a las patadas, pero es el único recurso de muchos para moverse por esta ciudad caótica y desconectada. El debate sirve, lo inaceptable es que se silencie la rabia que rompe los vidrios. 

Protesta
La consigna que ya se esparció por la protesta feminista en toda América Latina: “Qué ganas de ser pared para que te indignes si me tocan sin permiso”.

Si algún reclamo social justifica la destrucción de las cosas públicas en Colombia es el fin de la violencia contra las mujeres. Por eso los policías, jueces y periodistas que responden con indiferencia también son el problema. Precisamente por eso la Convención Belem Do Pará obliga al Estado a promover y proteger el periodismo que visibilice esta violencia. Si los medios de comunicación abren el noticiero con la estación destruida, dejan escapar el corazón de la historia, uno en el que la mitad de la población vale menos que un escaparate de Transmilenio. 

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