Daniel Samper Pizano
24 Enero 2021

Daniel Samper Pizano

Yo nací pa’ presencial

Nada dista más de la realidad, sin embargo, que las clases telemáticas para los niños. Es un engaño creer que se están educando a control remoto millones de pequeños colombianos hijos del campo y la pobreza.

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“Era un hombre con una pierna de palo, el brazo cortado a cercén por debajo del codo y un ojo menos”

Benito Pérez Galdós, Trafalgar.

Cuentan en los tertuliaderos de Cartagena que un día don Blas de Lezo se hallaba en el mercado de Bazurto cuando, entre los desdichados que desfilaban a diario en busca de una moneda o una limosna en especie, vio un ciego, un paralítico y un marinero sin brazos. Conmovido, el héroe, a quien faltaban un ojo, una pierna y un brazo, repartió entre los menesterosos los doblones que tenía y comentó:

—¡Pobrecillos! Siempre he dicho que es mejor poco que nada.

Sabias palabras, don Blas. Mejor poco que nada. Sospecho que es falsa esta historia del gran defensor de Cartagena y los mendigos a los que yo me niego a llamar invidente, asimétrico motriz e impedido manual porque aprendí español leyendo a Cervantes, Galdós y García Márquez. Digo que la anécdota podría ser una fábula de café o acaso una conversación con Juan Gossaín. Pero su moraleja me ha permitido sobrevivir profesionalmente en esta agobiante pandemia. Sí: sufro con el mundo virtual y las comunicaciones telemáticas, pero reconozco que, como decía el valiente vengador vasco, “es mejor poco que nada”.

Déjenme pasar rápida revista a un poco de lo “poco”. En los últimos meses he tenido que asistir, contra mis deseos, a un buen número de conferencias, charlas, lecturas y reuniones desde la pantalla de mi computador. Ya no dependo de mí. Soy rehén —lo dije la semana pasada— de un enjambre de aparatos, condiciones climáticas y servicios ajenos. Estoy saliendo golpeado de estas lides, pero les ha ido peor a otros. He captado palabras gruesas, tramas tramposas y propuestas ilegales en boca de honorables parlamentarios; he atisbado a una dignísima senadora en trance de hornear las fosas nasales. He divisado a señores semidesnudos que circulan detrás de su laboriosa mujer o amantes sorprendidas por la indiscreta cámara del computador; he presenciado el salto de un gato en las pudendas partes de un interlocutor; he oído las órdenes de beneméritos académicos cuando pedían a la esposa que les trajera “un tinto y las goticas”. He tenido que soportar gruesas palabras de quienes creían que el micrófono estaba desconectado; he visto embajadores que asistían a una solemne cita virtual vestidos con chaleco arriba y piyama y pantuflas abajo; he captado alumnos que boicoteaban al profesor mediante ruidos que no se sabe de dónde provenían. Y me ha desconcertado varias veces el inconfundible sonido de la cisterna del inodoro que acababa de soltar el niño de la casa mientras papá o mamá teletrabajaban.

Hoy todo es espectral: las clases, las asambleas, las juntas directivas, las reuniones de antiguos alumnos, las entrevistas para empleos, los conciertos, los actos de graduación, los encuentros amorosos, las misas, las bodas, los entierros... incluso las citas médicas. El martes, por ejemplo, el doctor Pablo G., mi urólogo de, digamos, cabecera, me fijó día y hora para una consulta por internet. Ya había aceptado acudir más tarde a un teleencuentro con un grupo de admiradoras (las tengo, las tengo), pero voy a cancelarlo porque mi torpeza informática es capaz de equivocarse y provocar imborrable huella en mis seguidoras. Ellas también podrían exclamar: “Más vale poco que nada”.

Lo más preocupante son los actos que antes reunían público, como el fútbol o el teatro, y ahora se montan en estadios vacíos, salas que solo venden un tercio del aforo o fiestas de carnaval en que cada quien baila en su casa y, mucha atención, ¡con su propio cónyuge! Donde hubo gente ya no hay más que fantasmas. Nada dista más de la realidad, sin embargo, que las clases telemáticas para los niños. El Zoom y otras aplicaciones abrieron a miles de personas un mundo universitario antes reducido a los alumnos de un curso. Pero para los niños es devastador depender de una señal que en zonas rurales solo llega a 17 de cada 100 hogares. Es un engaño creer que se están educando a control remoto millones de pequeños colombianos hijos del campo y la pobreza que, además, van a la escuela a aprender, jugar con los amigos y tomar algún alimento.

Termino con un ejemplo propio. El Festival Hay de Cartagena está ad portas. Se realizará de manera virtual y gratuita entre el 28 y el 31 de enero. Al enterarme de que la pandemia nos quitaba las delicias del gentío, el rumor de los asistentes antes de empezar cada charla, los planes laterales con amigos e invitados y, en general, el contacto con los Hayófilos, desistí de participar en charlas y conferencias por primera vez en 17 años. Veré los programas con resignación por la pantalla y luego tomaré un vaso de agua con galletas Saltinas: este menú equivale, en gastronomía, a lo que nos perdemos con el sucedáneo telemático. Pero, es verdad, más vale poco que nada. No obstante, ratifico mi desgano ante encuentros intangibles y mi temor de que, pasada la pandemia, muchos decidan, por razones económicas y de las otras, permanecer en el mundo espectral de la virtualidad. Al carajo Blas de Lezo: yo nací pa’ presencial.

ESQUIRLA. Los restos trumpistas que aún resuellan en estos trópicos se empeñan en enfrentar a Colombia con Cuba. Ignoran todo lo que La Habana ha ayudado al proceso de paz y olvidan lo aguerrida que es Cuba cuando la torean. Este anticomunismo trasnochado nos puede llevar a mares borrascosos.

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