Coleccionar vinilos es costoso y poco práctico. Un solo LP de 180 gramos cuesta más que dos meses de suscripción premium en plan familiar a Spotify; y a diferencia de este o cualquier otro servicio de música, el disco no ofrece millones de artistas en la palma de la mano, no da la posibilidad de armar listas para cada ocasión ni tampoco permite compartirlas con quien uno quiera en cuestión de segundos vía whatsapp o redes sociales.
Aunque para muchos la diferencia en la calidad del sonido de la pasta versus otros formatos sí es notable y amerita comprarlo, la mayoría de la gente que oye música, honestamente, no distingue entre la calidad de un acetato grabado de las cintas originales, y un video de youtube. Ni hablar de la incompatibilidad del LP con las fiestas en las que la velocidad para pasar de una canción a otra es buena parte del secreto de cualquier buen DJ. Quien colecciona vinilos no lo hace porque sea práctico tenerlos; lo hace por la grata experiencia de oírlos.
Escuchar un vinilo es como ir al cine: seguramente la película que uno quiere ver está en Netflix, y es más cómodo verla en la cama, y pausarla para ir al baño o para recibir el domicilio. Sin embargo, como pasa con el vinilo, no es lo mismo ver una película en el celular que ir al cine. No importa si usted tiene el último teatro en casa o si descargó la cinta en su tableta para que lo acompañe en un vuelo largo; la experiencia de ver una buena película en una sala de cine es inigualable: la fila, las palomitas, las uvas chéveres...Lo que uno paga no es el acceso a la película sino la experiencia.
Para nosotros, los viciosos del acetato, la manera más fácil de justificar el gasto de comprarlos es recordar las palabras del Nobel Jacinto Benavente sobre la ilusión: “lo mejor de hacer el amor es cuando subimos por las escaleras”. El ritual del vinilo es pura ilusión: anticipación, paciencia y enajenamiento.
Comienza con la caza: si uno sabe exactamente lo que busca: una edición vieja o nueva y remasterizada de una canción que le evoca momentos gratos de la vida, entonces tendrá que buscarlo online o encargarlo en una tienda y esperar el paquete en el correo; si por el contrario, la compra es el resultado de una visita a un mercado de segunda o a una tienda especializada, será el eterno recorrido hasta la casa lo que le recuerde la frase de Jacinto.
Tras la caza viene el proceso de destapar el disco, de admirar la portada y de buscar en Internet las reseñas del disco y las letras de las canciones. Luego, servirse un trago y sentarse en la silla consentida cobran todo el sentido, cuando cae la aguja y comienza el scratch que anticipa la primera canción. Durante los siguientes 60 a 90 minutos viene la enajenación, la deliciosa obligación de escuchar todas las canciones en un orden diseñado por alguien más -una experiencia muy distinta a oirlas de modo aleatorio-, el abandono del clic para someterse a la dictadura del artista y a recibir las canciones en el orden que ella o él dispusieron.
Con esa renuncia al control viene el descubrimiento. Pertenezco al grupo de los que tienen discos favoritos en su cabeza. En mi lista están Auchtung Baby de U2 y I want you de Marvin Gaye, entre otros. Y de no ser por el vinilo, JAMÁS habría descubierto algunas de mis canciones favoritas. Love is blindness en el caso de Auchtung o la versión A capella con bajo y percusión de Gaye, esas que como nunca fueron número uno, no tienen cabida en los playlist de Youtube o de Spotify.
En un mundo de clics, metaverso, trinos, conversaciones por signal y demás pendejadas digitales, el vinilo antes que un vicio es un ritual y una válvula de escape. Es servirse un trago, prender un cigarro y disfrutar de una experiencia real en un mundo cada vez más virtual.