Daniel Schwartz
30 Agosto 2022 05:08 pm

Daniel Schwartz

Abrazar la contradicción

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Una crisis familiar me hizo reflexionar nuevamente sobre mi relación con Israel. A Israel lo conocí desde pequeño, cuando mi padre me ponía a escuchar las canciones de Arik Einstein, un israelí alto y de voz dulce que, desde los años sesenta, cantaba canciones de paz y amor. Einstein fue la banda sonora de la vida de mi padre en Israel: la música que evoca un sionismo romántico que parece extinto, la vida en los kibutz, lo comunitario, el progresismo de Shomer Hatzair y el movimiento laborista. El Séder de Pésaj, que es la fiesta de la libertad y del retorno a la tierra prometida, representa el deseo del pueblo judío de regresar a la fuente, al origen, a los tiempos de una vida mejor. Ahora que vuelvo a pensar en Israel, vuelvo también a la fuente mía, que es mi infancia celebrando Pésaj y escuchando a Arik Einstein.

En mi adolescencia, quizá debido a la pulsión por diferenciarme radicalmente de mi padre y también por mantener una posición crítica frente al Estado de Israel, me sentía amenazado cuando los amigos me hablaban de lo horrible que les parecía Israel, al que llamaban “mi país”, como si no supieran o no aceptaran que soy colombiano. Comencé entonces a declararme “enemigo” de Israel, a identificarme como antisionista. 

Con dificultad, y a medida que superaba la rebeldía adolescente, entendí que el sionismo es más que un país violento que construye asentamientos ilegales. Es la reinvención, quizá forzada pero necesaria, de la tradición judía. Es el regreso no solo a la fuente, sino el regreso a sí mismo, a su humanidad: la vida en la diáspora, aquello que determinó la existencia judía durante siglos, había perdido el sentido. Europa acabó con la mitad de sus judíos; y los sobrevivientes, cansados ya de vivir a medias, decidieron quitarse la joroba: ser ciudadanos completos, vivir por fuera de las limitaciones que trae ser una minoría señalada, supuestamente perversa, malévola, mezquina y avara. 

Con algo más de madurez viajé a Israel. Fui, sobre todo, con la intención –más familiar que propia–, de cumplir el ciclo, de hacer el retorno. Fui a cumplir el sueño sionista de mis ancestros, fui a cargar, como dijo mi tío abuelo el día que yo nací, con los 5.000 años de historia que pesan sobre mi espalda. Ni más ni menos, de ese tamaño es el compromiso moral de los judíos. A pesar del peso enorme impuesto por una historia milenaria de tragedias y traumas, quería encontrarme con ese Israel que aprendí de Moisés en la película de Spielberg y en Pésaj, de Arik Einstein y de mi padre. Sabía, y me costaba muchísimo conciliar las dos versiones, que esta gran revancha del pueblo judío era también la fatídica derrota del pueblo palestino, que, al igual que el pueblo judío en el pasado, fue expulsado de su tierra milenaria.  

El Israel romántico de mi padre solo estaba en mi cabeza. Encontré a un Israel neurótico –y no me refiero a la neurosis judía, fuego creador del pensamiento–, tembloroso pero violento, consciente de una guerra sin fin, de un conflicto quizá irresoluble al que hoy día reacciona con cinismo e indolencia. Casi todos los jóvenes de mi edad cargaban un fusil, el kibbutz en el que viví tenía poco de comunitario y algunos de mis compañeros, más por ignorancia que por alguna razón concreta, no pedían domicilios porque el domiciliario era árabe y no querían que un árabe supiera dónde vivían.

También, a medida que me asentaba, conocí la profunda compasión del pueblo judío, aquella que solo tiene quien conoce el sufrimiento. Luego de muchas volteretas, recalé en Rish Lakish, una granja familiar al pie de Séforis, la antigua capital de Galilea y hogar de Santa Ana, madre de María, dedicada a la producción de aceite de oliva. Aprendí que para los antiguos hebreos el aceite de oliva es símbolo de prosperidad, bendición divina y alegría. Para ellos, la unción en aceite confería el reconocimiento divino de su autoridad, poder y gloria. Para el islam, el olivo es el árbol de luz, pues su aceite alimenta las lámparas que iluminan a quienes escuchan al Profeta. 

Mikha, el patriarca de la familia, es un hombre pequeño y fortachón, tiene el pelo largo y blanco, y una barba de profeta bíblico. Los palestinos con los que trabajaba en la organización Olive Oil Without Borders, dedicada a crear lazos culturales entre palestinos e israelíes, lo llamaban, en tono burlón, “Hertzl”, que es el apellido del creador del sionismo moderno. Mikha bordeaba los 80 años cuando trabajé en su granja, y un día me confesó que ya estaba cansado de buscar una paz que nunca llegaría.

Un día el hijo de Mikha, con quien yo trabajaba recogiendo olivas, me dijo que ya era hora de que conociera a los fantasmas de Séforis. Me llevó a una caminata larga cuyo final era una colina llena de pinos y ruinas. Las ruinas eran poco grandiosas, unas piedras cuadradas y no muy grandes, fueron lo único que quedó de un asentamiento palestino que fue destruido durante la Independencia de Israel. Allí había fantasmas. En unas piedras escondidas estaban impresos algunos rostros y los nombres de las familias palestinas que allí vivían. El hijo de Mikha me dijo que una de esas familias era la de Alí, un hombre palestino de mediana edad que trabaja en la empresa de su familia. Pienso que esa visita a los fantasmas, dos meses después de mi llegada a Rish Lakish, ocurrió únicamente cuando la familia estaba segura de que yo no los juzgaría con vehemencia y resentimiento por vivir allí.

Creo que a partir de esta caminata aprendí a permitir la contradicción. Hoy día celebro la existencia de Israel, pero juzgo su historia. Me hincha de orgullo y emoción, pero también me avergüenza. Creo que de eso se trata todo, aprender a dejar el convencimiento absoluto y albergar el desconcierto y la duda; entender que todo tiene un relato opuesto, el contra-relato que llaman algunos. Que se puede celebrar el Yom Ha'atzmaut (la Independencia de Israel) al tiempo que se reconoce la Nakba, “catástrofe” en árabe, el gran día de luto del pueblo palestino. Que el significado de un mismo día puede ser a la vez la felicidad y la tristeza. Suena ingenuo, pero ese reconocimiento puede ser el origen de la reconciliación entre los dos pueblos. 

Hace unos días, en un consejo de la ONU, Daniel Levy, exnegociador por el gobierno israelí en los Acuerdos de Oslo, dijo que en Israel sí hay y que la violencia estructural contra el pueblo palestino es innegable. No por eso Levy es un antisionista, mucho menos un antisemita. Su discurso invita a reconocer y aceptar esa violencia que no se puede seguir ignorando. 

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