Jaime Honorio González
22 Julio 2022

Jaime Honorio González

Al lado del camino

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¿Cómo será sentarse en una silla al final del día, recostar la cabeza, cerrar los ojos y pensar en lo hecho y en lo no hecho, en medio del frío silencio que suele rodear la noche en la Casa de Nariño?

Saber que quedan menos de dos semanas de aquellas más de 200 en las que bastaba con levantar el teléfono para dar una orden, recibir una respuesta, hacer una pregunta, hablar con el que fuera, a cualquier minuto de cualquier hora. Pronto no será así.

Tomar una decisión con la certeza de afectar —para bien o para mal— el futuro de millones; al mismo tiempo, luchar contra las propias debilidades, verse superado algunas veces, o muchas, quién sabe; tener claro ya quién fue el sincero, quién el amigo, quién el leal. Quién la víbora, quién el tartufo, quién el traidor.

Mirar atrás y darse cuenta del tiempo perdido en pequeñeces, en batallas innecesarias, en peleas que no valían la pena, en haberse dejado llevar por odios impuestos mientras notaba que no tenía unos propios y entonces tener que construirlos para justificar acciones injustificables.

Haber buscado el agrado de unos pocos mostrándose como el más barra brava, sabiendo que —precisamente— había sido `el Elegido´ por todo lo contrario; y ahora, resultar con la mano mordida por esos mismos a quienes quiso dársela.

En fin, haber sido soberbio, tan marcada y repetidamente soberbio, el primero de los siete pecados, aunque no es un análisis religioso, ni siquiera un análisis; apenas una humilde opinión.

Faltan catorce días para que el presidente de la república termine su largo mandato. Sí, ya sé que son los mismos cuatro años de todos, bueno, de todos los que no cambiaron la norma, pero a mí me parece que estos cuatro años no se parecen a otros cuatro años que haya padecido este país, o lo que queda de él. Que —según el veintejuliero discurso del presidente en el Congreso— es mucho, y según muchos, es bien poco.

Y no se parecen porque en esta “temporada en el infierno” que estamos a punto de dejar atrás, sucedieron cosas nunca antes vistas, comenzando por la pandemia, que nos tomó por sorpresa —como a todos en el mundo— justo con el presidente menos experto de nuestra historia republicana, apenas entrenado en la tranquila burocracia de las oficinas internacionales en Washington, en los informes ejecutivos que redactara de forma diligente a su posterior mentor, en los afanes de las plenarias de martes como senador. Y ya. Nada más. Absoluta y realmente, nada más. 

Aupado en el odio sembrado día a día contra el gobierno anterior, de un día para otro terminó de presidente, uno bien inexperto que cometió el tan frecuente como craso error de novato: rodearse de inexpertos. Y estos a su vez, lo mantuvieron alejado de la experiencia, por el miedo a tener que aceptar que tal vez no tenían razón, porque si hay algo excepcionalmente soberbio es la inexperiencia.

No vayan a confundir inexperiencia con edad, dos asuntos bien diferentes, pero si quieren, bien puedan.

¿Qué hubo detrás de esa inusual soberbia? Un poco de miedo a su juventud, un poco de valor para tratar de zafarse del titiritero que le manejaba varias carteras, un poco de temor a no ser capaz de manejar este inmanejable país, un poco de ingenuidad al creer que ser gobierno era tan fácil como ser oposición; y estrellarse de frente a mil por hora, apenas protegido por unos porcentajes de favorabilidad que rápido, muy rápido, se fueron al piso.

Y luego, la pandemia.

Pero, bueno, este señor con el sol a las espaldas, tampoco esperemos que diga: “Hombre, yo como que me pasé de soberbio con eso de vestirme de patrullero para visitar unos CAI de madrugada”, en solidaridad con los uniformados atacados por manifestantes que protestaban por los 11 muertos y casi 80 heridos que enloquecidos policías habían ocasionado días atrás en Bogotá. Para las familias de las víctimas, ni un tuiter.

Y no podemos esperar que lo diga porque, al fin y al cabo, no recuerdo haber escuchado al expresidente Gaviria decir algo como: “Yo como que la embarré un poquito con eso de La Catedral, ¿no?”. O alguien tiene la grabación de Samper expresando: “Siempre es que se nos iba colando ese elefante, ¡qué vaina!”. 

O Pastrana aceptando: “nunca como en mi gobierno, las Farc fueron tan poderosas”. O a Uribe diciendo: “no debimos cambiar el articulito, hijitos, me iba amañando en ese Palacio”. O a Santos, “hombre, se me alcanzó a llenar de coca este país, ¿no?”.

No, ninguno se disculpó. Ninguno se disculpará. Al contrario, les hemos salido a deber, y les seguiremos debiendo. Pero volvamos al acreedor actual.

Se verá al espejo y no notará mayor cambio en la figura en estos últimos cuatro años, excepto por el color del pelo, fenómeno absolutamente normal. En cambio, el cambio se ve por dentro.

Es un hombre diferente al que entró. Se ve más duro, más recio, golpeado, producto del encierro en sí mismo, en su pequeño círculo de poco nivel que le redujo la altura a su mandato, a tal punto que casi no dejó vara.

Su aislamiento se notó en el último discurso: arrancó diciendo ¡hemos cumplido! Y luego —por 37 minutos más— habló de logros y logros, y luego aciertos y aciertos, y después esfuerzos y esfuerzos, y al final, se echó un Viva Colombia y declaró instaladas las sesiones. Todo a grito herido.

Pero tal vez el pecado mayor fue el de siempre, el soberbio que cree que hizo un gobierno perfecto y no habló de nada malo de lo que pasó, jamás un “resultó una estupidez la pelea con Maduro, me disculpo con los afectados en la frontera”; o un “aunque protegimos a muchísimos líderes sociales, también les fallamos a más de 900, mis condolencias a sus familias”; como si frente al éxito de la conectividad no hubiese que hablar de los centros poblados, como si la gloria de la Policía no mereciera un comentario por sus excesos cometidos, como si el honor de los soldados no se hubiese manchado con la corrupción al interior de las filas, como si declarar el éxito en la seguridad no incluyera referirse al paro armado que paralizó medio país, como si el apoyo a la paz no incluyera disculparse por el tiempo perdido ahí mismo en el Congreso buscando acabar la JEP; y mil asuntos más, detalles de esos que los ciudadanos extrañan.

Por eso los abucheos, por eso los gritos de mentiroso, mentiroso, por eso la fea tarde en ese bello recinto. Tuvo que contenerse para no responder, tuvo que dejar escapar un poquitín de sorna para disimular la impotencia. Qué más podía hacer.

Él, que se negó a hablar con los opositores, que nunca recibió manifestantes, que no escuchó críticas, que no leyó redes sociales, que no dio entrevistas a periodistas que lo cuestionaban, convertido en el mejor intérprete de “en tiempos cuando nadie escucha a nadie”, él, ahora al lado del camino, viendo pasar en su mente lo que pudo haber sido y no fue.

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