Daniel Schwartz
20 Septiembre 2022

Daniel Schwartz

Aleluya

Entre aquí para recibir nuestras últimas noticias en su WhatsAppEntre aquí para recibir nuestras últimas noticias en su WhatsApp

Porque nací con hipertensión pulmonar la altura de Bogotá no me convenía. Durante varias semanas mis padres solo pudieron conocerme a través de un vidrio que los separaba de la incubadora. La necesidad, pero también el deseo de ellos de darme una infancia diferente, nos llevó al campo: mis primeros 7 años de vida transcurrieron entre las montañas de la provincia del Gualivá, a 55 kilómetros al nororiente de Bogotá, y el impetuoso mar de Palomino, un pueblo del sur de La Guajira.

En San Francisco, municipio cafetero de la provincia de Gualivá, Cundinamarca, vivíamos gran parte del año. En Palomino pasábamos las vacaciones, por temporadas de uno o dos meses, en una pequeña y rudimentaria cabaña frente al mar. No había luz eléctrica y tocaba bombear manualmente el agua de un aljibe. En San Francisco me hice amigo de los niños de la vereda Muña y en Palomino de los niños de la invasión. Mis papás están orgullosos de mi crianza, según ellos, una por fuera de los cánones de las clases sociales y los miedos de la ciudad, sin rejas, sin conjuntos residenciales y sin la antipatía de la burguesía bogotana.

El mar de Palomino es violento y traicionero. Allí, los nietos de Pacho, el capataz que cuidaba el lote de mi familia, me enseñaron a nadar a punta de golpes y sustos: nadar se convirtió en una actividad de supervivencia donde el agua era mi enemiga. Pacho, Pachito, era un hombre mayor que llegó a La Guajira en los años sesenta huyendo de la violencia en Antioquia. Como muchos pueblos aledaños a la Sierra Nevada de Santa Marta, Palomino es uno de colonos, de gente desplazada por la violencia que buscaba mejores oportunidades de vida: primero en el boom marimbero y luego en el boom de la cocaína, que azotó la naturaleza y la vida de las comunidades indígenas de la Sierra.

 Sin embargo, Palomino era durante mi infancia un pueblo muy pobre. La gente vivía del diario, de la pesca y la mercancía. También vivían de trabajar para los bogotanos que tenían casas en la playa, que no eran muchos, pues a principios de la década de 2000 el sur de La Guajira era territorio paramilitar y por tener una casa en la playa había que pagar vacuna. Como en muchos pueblos abandonados por el Estado, el único espacio comunitario en Palomino era el que ofrecen las iglesias evangélicas o pentecostales que, en América Latina, hacen presencia en los lugares donde no hay otras iglesias. Uno podrá tener sus recelos, pero finalmente estas congregaciones cumplen una labor social que nadie más cumple, y ayudan, mal que bien, a quienes más lo necesitan. El evangelismo en Palomino, así lo recuerdan mis padres, era aquello que cohesionaba a una comunidad que estaba rota.

El nieto mayor de Pachito, Argemiro, quería ser el pastor de su iglesia. Mis padres y él forjaron una profunda amistad, y cuando Argemiro se graduó del colegio, nos visitó en San Francisco. Con nosotros conoció Bogotá, la Sabana, la región cafetera cundinamarquesa y a Leonard Cohen. Cuando Argemiro escuchó Hallelujah, del álbum Various Positions que mi mamá oía mientras trabajaba en su taller, pidió que le hicieran una copia que pudiera llevar al pueblo. No le interesó comprender el sentido de la canción, quedó conmovido con el coro de Aleluyas. Cuando volvimos a Palomino al año siguiente, la voz profunda y melancólica de Leonard Cohen retumbaba en los altoparlantes de las iglesias de la invasión.

Aleluya es clamar a Dios, y aunque el término tenga varios usos y en la jerga popular se use para cuando algo sale bien, su verdadero significado es la alabanza, la mayor expresión de alegría hacia Dios. Aleluya es un canto ritual que alaba la divinidad. “Aleluyas” también es el nombre, un tanto despectivo, con el que se conoce, precisamente, a las comunidades pentecostales, que cerrando los ojos y alzando las manos, gritan efusivamente el Aleluya.

El Aleluya de Cohen, Hallelujah, como en muchas canciones y poemas suyos, juega con la religiosidad. Es una canción que se mueve entre lo pagano y lo religioso, o que quizás nos enseña que tal división no existe. Cohen no pensó Hallelujah como un rezo, sino como un poema que, con referentes bíblicos como el Rey David o Sansón y Dalila, pudiera expresar los extremos emocionales de quien se atreve a desear con lujuria, amar sin límites y luego caer en la desesperanza. Hallelujah es una canción sobre la fe quebrantada, ya sea la fe en Dios, en la música o al amor de una mujer: aunque Cohen no pensara en un rezo, quizá no está mal que esa canción ayudara a Argemiro y sus correligionarios a confirmar su fe.

Leonard Cohen tenía esa capacidad de fluir entre lo pagano, lo más vulgar y decadente, y la espiritualidad, lo sagrado, lo más puro. Hallelujah es sobre el desamor, que es perder la fe, y por eso mismo es una canción sobre el amor, que es sagrado. En Suzanne, una canción de amor dedicada a la esposa de un amigo, Cohen habla de Jesús, a quien le quita sus milagros y lo convierte en un marinero destruido, solitario y mundano que, de todas formas, liberaría a los hombres. Sisters of Mercy (Hermanas de la Piedad) es sobre unas mellizas viajeras que, después de una noche de excesos, le enseñaron a Cohen el camino a lo sagrado.

La composición de Hallelujah fue difícil. Cohen alcanzó a escribir cerca de 80 estrofas en una primera versión, pero no estaba satisfecho, la escritura lo llevó al límite: una tarde, en una habitación del Hotel Royalton de Nueva York, Cohen comenzó a darle golpes al suelo con su cabeza debido al desespero por no encontrar lo que buscaba con la canción. Sufría especialmente por su contenido religioso. Temía que, sin proponérselo, Hallelujah se convirtiera en un himno cristiano: “Entonces de pronto entendí que no era necesario tener tan presente la Biblia, al final lo que grabé fue la versión secular de Hallelujah”, dijo el cantante alguna vez.

El apellido Cohen tiene un estatus especial en la tradición judía. Los Cohen, o Kohen, son los sacerdotes, aquellos que guían el canto de la congregación, los rezos y las tradiciones religiosas. Y aunque Leonard Cohen no quiso seguir el camino del sacerdocio al que llamaba su apellido, lo que sucedió con Hallelujah bien podría ser parte del destino de aquellos que tienen el verbo, la divinidad en la punta de la lengua. Cohen no quiso que su canción se hiciera himno religioso, pero sí lo fue. En Palomino, La Guajira, Leonard Cohen se hizo sacerdote. Su voz triste y desgarrada, que contrasta con el júbilo de la expresión “¡Aleluya!”, conectó la fe de un pueblo golpeado por la pobreza.

Vendimos la cabaña de Palomino en 2009, cuando no podíamos seguir haciendo el quite a la vacuna que cobraban los paramilitares. Mis papás no saben si Argemiro se hizo finalmente pastor, el contacto se perdió por completo. Eso sí, guardan la esperanza de que esa infancia en el campo haga de mí un hombre íntegro y sin las ataduras de clase. Hace seis años murió Leonard Cohen, y hoy, en el que sería su cumpleaños número 88, lo recuerdo con esta historia.

 

Conozca más de Cambio aquíConozca más de Cambio aquí

Más Columnas