Daniel Schwartz
22 Febrero 2022

Daniel Schwartz

Costeños tenían que ser

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Los testimonios de Aida Merlano nos han revelado que el conglomerado Char funciona como una mafia, un núcleo familiar no muy distinto al de la Cosa Nostra que el cine nos ha vendido: compra de votos, amenazas, negocios y socios oscuros, y una historia de amor que no pudo ser. Este escándalo confirma también lo que ya muchos sabían: que los Char gozan de un poder avasallador en Barranquilla y en todo el departamento del Atlántico, donde han sido gobierno por casi tres lustros. 

Sin embargo, estas escuetas revelaciones no han impedido que los analistas y periodistas traten con extrema ligereza —y también con un dejo de desprecio — este fenómeno que, por supuesto, debería preocuparnos a todos. Pienso que los bogotanos seguimos viendo lo que pasa fuera de Bogotá como un circo. En el interior, y me incluyo, hemos sido incapaces de entender la complejidad de la cultura política barranquillera. No es mi intención explicar a fondo sus rasgos, pero sí quiero dejar algunas reflexiones sobre la interpretación que desde el centro se ha dado durante años al fenómeno Char.

Ha sido costumbre describir el poder de esta familia en Barranquilla como si fueran emperadores, líderes amados que hacen lo que quieren en una ciudad que les rinde pleitesía. Un feudo en el que un millón y medio de personas se someten ante sus señores. Un pueblo consciente de la entrega incondicional de sus soberanos, de quienes se deja manipular a cambio de pan y circo, y de una que otra nueva obra. Esa analogía, aparte de anacrónica, evoca el terrible estereotipo que comenzó a construirse a finales de la Colonia: que en las tierras cálidas no habrá nunca civilización y que sus gentes son más propensas a sucumbir al deseo, al engaño y la trampa. Hace poco leí en la prensa un párrafo sobre la “cultura de la costa” y la “cultura barranquillera” como explicación de la ilegalidad y el adulterio en el caso Merlano. Solo faltó decir que los costeños parrandean días enteros con una botella de ron en la mano y se la pasan echados en la hamaca.

Ese cliché del costeño poco inteligente, contumaz y moralmente laxo persiste en el tiempo. Uno de esos enunciados estelares fue el que popularizaron algunos políticos e intelectuales de la eugenesia durante la primera mitad del siglo XX: decía Luis López de Mesa que el costeño tiene una “pereza atávica”, una “dejadez fisiológica”, padece una “pereza sensual” y carece de glándulas endocrinas, razón por la cual es incapaz de conquistar cualquier disciplina. Luego, en los años setenta, el menosprecio se convirtió en una amenaza, que, muy a lo bogotano, se escondía bajo el ropaje del humor: “Haga patria, mate a un costeño”, se leía en las paredes de algunas universidades capitalinas. 

Hoy es distinto, por supuesto: la ciencia ha desvirtuado esas falacias pseudocientíficas y es claro que las virtudes morales no están condicionadas por el lugar en el que se nace. A pesar del chiste ocasional que puede ser inofensivo, burlarse de alguien por su lugar de origen es un prejuicio. Sin embargo, esa idea de que la Costa, y en este caso Barranquilla, es un lugar donde la moral es más ligera, tanto en la intimidad como en la política, aún resuena. Quedarse con la simplona presunción de que en Barranquilla la gente vende su voto porque vive en un estado extremo de alienación, o que el romance extramarital entre Aida Merlano y Álex Char se explica porque en la Costa todos los hombres tienen una querida, es caer en el mismo reduccionismo de antaño. Afirmar tales cosas es, además, creer que existe una ciudad entera sin ciudadanos, una ciudad de borregos que, por brutos o por vendidos, no ejercen su mayoría de edad.

Y es que Barranquilla —una ciudad moderna y libre del peso colonial que sí tienen sus vecinas— es la primera receptora del socialismo del siglo XX, una de las capitales del Caribe (que muchos historiadores consideran la verdadera cuna del liberalismo), y por eso goza de un espíritu de libertad que en otras latitudes del país ya querríamos tener. 

En Barranquilla: ciudad, élite y conciencia obrera, el historiador Jesús R. Bolívar, además de afirmar que la clase obrera de esta ciudad fue precursora del sindicalismo en el país (gracias también al rol pionero de Barranquilla en la política, la cultura y la economía), sostiene que las clases trabajadoras barranquilleras han tenido una actitud de doble faz: mientras apoyaban abiertamente a los comunistas que luchaban por solucionar sus problemas de fondo (lucha económica, sindical y política), se acercaban también a los políticos del establecimiento, liberales o conservadores, pues podían brindarles soluciones prácticas para su calidad de vida: empleo para ellos y sus familias, pavimentación de calles, becas de estudio y vivienda.

Ese concepto de la doble faz, a mi parecer, podría explicar buena parte de la cultura política y de la actualidad política barranquillera, y nos sirve para que no caigamos en la ligereza que padece hoy la mayoría de los analistas: Barranquilla es la ciudad de los Char, pero también uno de los fortines políticos de Gustavo Petro. No olvidemos que fue en Barranquilla donde el líder de la Colombia Humana decidió inaugurar su campaña presidencial y donde, además, arrasó en las elecciones de 2018. El electorado barranquillero, lejos del estereotipo que se tiene en el interior, es más frío y calculador que efervescente y pasional. Petro propone cambios más estructurales que los Char, mientras ellos se comprometen a garantizar necesidades de la comunidad a cambio de votos (“vota por mí y te pavimento la cuadra”).

Ese juego a dos bandas, esa batalla entre el “voto libre” y el “voto amañado” (categorías que ignoran la complejidad del ciudadano que vota), podría considerarse falta de convicción, pero es la confirmación de que Barranquilla y su gente son más complejas de lo que hemos querido ver. Es fácil caer en el juicio de que esas prácticas son fruto de un pensamiento clientelista y poco serio, pero en la realidad reflejan una estrategia para adquirir derechos que, en un país normal, el Estado debería garantizar.

Como en muchos lugares del Caribe, en Barranquilla —por lo que he podido conocer de primera y segunda mano — impera la iconoclasia, que es uno de los pilares del verdadero pensamiento liberal. Allá no se cree ciegamente en un político o en otro (como sí ocurre en otros lugares del país), pues se acepta que ambos mienten y que así será siempre, por lo que es mejor sacarles provecho. Y que hagan eso no está mal.

Coda: con la actitud de un acosador que no acepta el rechazo, Álvaro Uribe se ha referido varias veces a Barranquilla como su “novia esquiva”. En 2019, le dedicó a la ciudad un poema de Jorge Montoya Toro sobre un amor fiel pero nunca correspondido. Barranquilla, a diferencia de muchas otras, no ve al uribismo como una opción.
 

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