Velia Vidal
13 Mayo 2022

Velia Vidal

Cultivar la esperanza

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No acabábamos de tramitar la crisis por el incremento desmedido de los asesinatos en Quibdó, ni llevábamos tres semanas de normalidad en los horarios laborales alterados previamente por los panfletos de las bandas locales cuando llegó el anuncio del paro de las Autodefensas Gaitanistas que, en el Chocó, afectó la totalidad de los municipios. El segundo día de ese paro armado salió un video de la protesta del personal médico del hospital Ismael Roldán, que hace unos años era el que mejor funcionaba en el departamento, pero ahora adeuda ocho meses de salario a todo el equipo. Ese mismo día, Dispac, la deficiente empresa de energía de Quibdó, decidió hacer un corte generalizado del servicio eléctrico; lo que significaba que la gente tenía que estar encerrada en sus casas, sin luz y seguramente sin internet; esto último, como tantas otras veces, semana tras semana, por cuenta una red tan ineficiente como los operadores que prestan el servicio en la región.

Al día siguiente me escribieron del Litoral del San Juan a hablarme de una campaña de recolección de víveres para los corregimientos Isla Mono y García Gómez, que siguen confinados por cuenta de los enfrentamientos entre el ELN y los Gaitanistas o el ejército. Y así, día tras día me llega una noticia, un pedido de apoyo, una historia marcada por la injusticia, el dolor. Una suma de hechos que terminan por golpear el ánimo y nos arrastran a un pesimismo y una desesperanza constantes.

He sido amante de cultivar jardines sin mayor explicación, como todos los amores auténticos. Alguna vez me preguntaron que si lo que quería era meter un pedazo de selva a la casa, que si no tenía suficiente con ver el monte que me rodeaba. Hace poco, leyendo a Zadie Smith (Penguin Books 2020), descubrí que quizá el encanto está en sentirme parte, por un momento, del milagro de la creación. En involucrarme de manera consciente y voluntaria, sabiendo que solo soy un eslabón en un proceso que tiene su propio ritmo, sus formas, sus resultados. No sabemos a ciencia cierta cómo crecerán las plantas, si florecerán o darán frutos. Dependerá en buena medida de la dedicación, un poco de la suerte y, principalmente, de esa otra parte del milagro creativo que desconocemos. 

Se me ocurre que ante tanto dolor y crudeza de un conflicto y una realidad social, que más parecen un monstruo de varias cabezas, los chocoanos tendremos que recurrir a hacernos parte de la magia de la creación cultivando la esperanza. Esa que habita en la vida cotidiana, en las almas que aprendieron a hacer esto a fuerza de costumbre o lo heredaron de los abuelos a quienes, sin duda, les tocó más duro que a nosotros. Gente que vive con estoicismo su destino, no porque desconozcan la tragedia que nos ha sido impuesta, sino porque toman cada día la determinación de sobreponerse y seguir adelante. Como Chava y Ana Julia, que insisten en hacer brigadas y no dejar sola a la gente confinada en el Litoral del San Juan; como las enfermeras que en medio del paro armado montan una olla colectiva y reclaman sus derechos; como los rapimoteros, vendedores de plátano; vendedoras de pescado, guanábana o borojó, que recorren las calles con alegría para resolver su sustento diario sin importarles que en algún documento no son más que otro dato de informalidad y desempleo que sigue ubicando al departamento en niveles de pobreza. Como el niño que, en una de nuestras bibliotecas escolares, celebró junto a su padre porque ya sabe escribir su nombre.

Cuando era niña y viajábamos de Quibdó a Cali por una carretera a la que le faltaban más de veinte años para estar pavimentada, en la época que cruzábamos el Atrato a la altura de Yuto montados en un ferri, cuando sacaba el aliento para soportar tan largo viaje mirando por la ventana, aprendí que en el Chocó la esperanza también se cultiva con el paisaje. No hay quien haya seguido el azul intenso de una mariposa Morpho en medio de la selva, quien haya visto una cascada caer directo al mar, un atardecer a orillas del Pacífico en el Valle o del Atrato en Riosucio; quien haya sentido en su piel las cálidas aguas termales de Jurubirá o las frías del Bochoromá, o haya oído el canto de un tucán o una yubarta, quien haya asistido al espectáculo de las tortugas en Acandí o Bahía, y aun así crea que este departamento está condenado eternamente. 

No es esto una invitación a negar el horror o idealizarlo, solo a cultivar la esperanza y abrazarnos a ella como una forma de alentar el alma y sumar fuerzas que nos permitan mantenernos en la postura que dicta la frase que se ha convertido en una máxima para los chocoanos: “No se rinde el que nació donde por todo hay que luchar”. 
 

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