Daniel Schwartz
22 Junio 2022

Daniel Schwartz

Divino tesoro

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Es la primera vez en la historia política de Colombia que un presidente y una vicepresidenta electos agradecen en su discurso de victoria el apoyo de los jóvenes, que fueron vitales en la discusión política de los últimos años y en la campaña de Gustavo Petro y Francia Márquez. El domingo, Gustavo Petro les agradeció su apoyo, pidió por la liberación de los jóvenes encarcelados y le cedió el micrófono a la madre de Dilan Cruz, joven asesinado por el Esmad durante las protestas de 2019.


La política se ha transformado. La democracia representativa ya no funciona como la conocimos hasta ahora, ya no necesita de los partidos políticos para tramitar las aspiraciones y clamores; ahora estos requerimientos se hacen desde organizaciones sociales con intereses específicos, grupos de presión que han logrado posicionarse en importantes cargos públicos y curules en el Congreso por fuera de las banderas partidistas. Los jóvenes son una de esas fuerzas: ser joven ya no es un adjetivo para describir a alguien que ha vivido poco, o el término para definir a quien no es niño o adulto. “Joven” se ha convertido en una categoría política. Ahora, al menos en Colombia, no se es joven por estar en la edad en la que se toman malas decisiones, sino por salir a la calle a protestar. 


Se es joven cuando se exige un cambio, creo yo. Ser joven es creer que todo debería transformarse para bien. En mi juventud temprana veía el cambio como algo necesariamente bueno, pues todos los cambios que me ocurrían me acercaban a una mejor versión de mí mismo: crecía la barba, se iban los granos, empezaba la universidad. Uno abraza el cambio propio, y quizá por eso, quiere un cambio para todos los demás. Ahora estoy empezando una etapa de mi vida en la que el cambio me aterra: les temo a las pérdidas (de la belleza, de los amores, de las amistades, de la energía), al cuerpo que crece hacia los lados y no hacia arriba, a la caída prematura del pelo. El comienzo del fin de la juventud. Ya llegan los pensamientos intrusivos y reaccionarios, que serán más frecuentes mientras más les temo a los cambios.


Nuestra generación es curiosa: por un lado, tenemos un estilo de vida que nos ha hecho envejecer más rápido. Las pantallas nos han hecho más cegatones, somos aletargados, más perezosos y a la vez menos hedonistas que nuestros antecesores. Por otro lado, somos la generación a la que más le preocupa el futuro. Nos ha tocado un mundo más difícil, sin certezas ni planes de vida claros, sin trabajo estable, y quizá por eso nuestra juventud es cada vez más larga: estudiamos por más tiempo, nos independizamos más tarde. Todo lo hacemos en plazos más largos, no por parsimoniosos, sino porque no hay mucho por hacer. Nos queda entonces reivindicar nuestra juventud, hacer de ella una herramienta política. Pienso que lo que pedimos los jóvenes en las calles es el derecho a no tener que ser jóvenes por tanto tiempo.


La pensadora italiana Natalia Ginzburg escribió hace mucho tiempo un ensayo sobre la vejez y dice allí que el envejecimiento es lento, lentísimo, cuando se es adulto. Los jóvenes de ahora envejecemos en vez de madurar, nuestros cuerpos cambian más rápido que los cuerpos de nuestros ancestros cuando tenían nuestra edad y por eso lucimos tan cansados. Pedimos un cambio a gritos, pero con desesperanza y agotamiento. Quizá solo estoy hablando de mí y busco volver colectivo lo que me es propio. Aunque a mis congéneres no les suceda lo mismo, considero injusto envejecer más rápido y a la vez vivir más tiempo que la gente de antes.


Y aunque hoy se suceden a una velocidad estrepitosa tantos acontecimientos, nosotros no dejamos de ser jóvenes y ya pocas cosas nos sorprenden. Lo único que me ha sorprendido este año es la guerra en Ucrania pues no creí que podría volver a ocurrir una guerra así en Europa. Lo que me sorprendió, al final, fue revivir un sentimiento del pasado, el de la Guerra Fría, los bloques, las certezas, las ideologías que explicaban el mundo. Como joven, o viejoven, ya no sé, encontré que lo de Ucrania es un hito del pasado. Evocar el pasado en un acontecimiento reciente, puede ser más interesante que proyectar un futuro que pinta borroso y mezquino.


Inmersos como estamos en tantos miedos e incertidumbres, la victoria del domingo llega como un bálsamo que, quién sabe por cuánto tiempo, nos calmará el dolor que nos produce el futuro. El domingo, los jóvenes –me refiero a la categoría política y no al rango de edad– tuvimos nuestra primera victoria. Ayer ganó el discurso que nos incluye, que nombra a los muertos y a los presos, a esos que han sacrificado su buen vivir por la búsqueda del bien común. Minutos después de que se anunciara la victoria de Gustavo Petro y Francia Márquez, tuve una videollamada con mis amigos del alma que debieron huir del país, que fueron perseguidos por pensar diferente y querer una sociedad distinta, una sociedad en la que se pudiera ver al futuro sin miedo. La llamada terminó conmigo diciéndoles, con la voz entrecortada, que una Colombia distinta los espera. Esperemos que así sea.

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