El maestro Cabrujas, uno de los más grandes guionistas de televisión latinoamericana, solía decir: “Si te pierdes en la estructura, regresa siempre al conde, él te guiará a la salida”. Fernando Gaitán cada vez que estaba en aprietos escribiendo las escenas de alguno de sus éxitos, se sentaba frente al ajedrez que siempre estaba dispuesto en su oficina y comenzaba una partida con el primero que se le atravesara, mientras meditaba en el conde; buscando la blanca mano del aristócrata personaje para salir del apuro.
Seguramente alguna vez en su vida habrá escuchado ese nombre, pero si por casualidad ha pasado inadvertido para usted amigo lector; o simplemente no tiene ni idea de lo que le estoy hablando, permítame entonces presentarle quizás a uno de los más enigmáticos, misteriosos y maravillosos personajes de la literatura.
El conde de Montecristo nace bajo la pluma del gran escritor de origen antillano Alexander Dumas; inspirado en la figura de su padre, un centauro negro, húsar de Napoleón, de los mejores esgrimistas de su época; tan fuerte que decían era capaz de pararse debajo de una viga con su caballo, colgarse de ella y hacer una flexión elevando también al animal que aprisionaba entre sus piernas. Tan valiente era que cuando atacaba con su brigada, la descarga la hacía 15 metros adelante de los demás jinetes. Por su fiereza al romper las filas enemigas, algunos lo confundían con el mismísimo Napoleón y quedaban muy sorprendidos al verlo alto, negro y fornido; muy diferente a la descripción que habían escuchado del emperador.
Como suele suceder desde que el hombre tiene conciencia, sus virtudes fueron su desdicha; ya que algunos de sus compañeros que tanto lo envidiaban, terminaron tendiéndole una trampa, manchando su nombre y envenenándolo en prisión lentamente, de donde salió para morir al poco tiempo, cuando Dumas apenas contaba con 8 o 9 años.
En su libro, Dumas relata la historia de un joven marinero cuya virtud y nobleza corren el mismo destino contrariado que el de su padre y acaba traicionado por sus pares en la tenebrosa cárcel de If; una torre de piedra enclavada en una pequeña isla frente a las costas de Marsella, de la que hasta el momento nadie había podido escapar. Dumas lo encierra allí, pero le hace un regalo que será el motor y la línea central de la novela: le da la oportunidad de la venganza, aquella que su padre al morir apenas sale de la cárcel, no puede realizar.
Con el tiempo el conde de Montecristo se convirtió en el padre del melodrama moderno y la biblia de los dramaturgos; que cada vez que pierden el camino le rezan para que los guíe.
Hace unos días, Juana Uribe, guionista de varios éxitos de la televisión colombiana, entre los que se cuenta La Niña, y quizás una de las personas que más sabe de dramaturgia para televisión por estos lares; me envió una carta que Gabriel García Márquez había escrito a una lectora de la otra CAMBIO, la precursora de esta nueva CAMBIO en la que hoy tengo el honor de escribir. Al parecer, en una charla con otros novelistas, Gabo había dicho que una de sus obras preferidas era El conde, por encima de otras obras maestras de la literatura, lo cual causó algún revuelo entre los eruditos garciamarqueanos, quienes esperaban que en su lista estuviera de primero Faulkner o Carpentier y no una novela de aventuras.
En la respuesta a la lectora, que también estaba sorprendida por la elección, Gabo, con toda la gracia de que era capaz, le explicó la razón de su decisión. El protagonista de la obra quien ha sido destinado al infortunio y que es un nadie al entrar a prisión, se encuentra con un viejo monje jacobino que tiene los días contados, sabe cómo escapar vivo de allí y además oculta un tesoro fantástico en una isla cercana a donde ambos purgan condena. En la soledad del encierro, el monje lo adopta y nuestro nadie es transformado en el conde de Montecristo: un hombre sabio, de piel traslúcida por la falta de luz, culto en extremo, conocedor del alma humana y de las artes de la espada.
Transformado en lo que alguna vez ansió ser el viejo fraile, logra huir de la isla a su muerte, encontrar el tesoro y regresar a su pasado; convertido en otro para tomar venganza y limpiar su nombre.
Al parecer era la metamorfosis lo que fascinaba a Gabo de esta historia, la posibilidad de en una sola vida ser dos personas y la misma al tiempo, y cambiar ayudado por el conocimiento. Y es precisamente esa condición y la arquitectura que creó Dumas, para estructurar el relato, lo que hoy se constituye en una clase de maestría dramatúrgica para todos nosotros.
Pero ojo, que aquí viene lo más importante y no es un tema de forma. Mutar es el principio fundamental de todas las religiones y la esencia del camino espiritual. En Tíbet, los monjes budistas tienen la creencia de que la vida es un camino en el que se muere muchas veces para renacer luego, convertidos en otro. Se muere para caer al abismo del bardo como lo llaman ellos y allí obtener un conocimiento que nos convertirá en alguien distinto al que éramos, que sí sabra, a través de lo aprendido, cómo volver a nacer para la vida. Los griegos llamaban a este bardo Hades, los hebreos Seol y los cristianos Infierno; y estos lugares en la vida son los que habitamos en cada muerte para transformarnos y encontrar la misión de nuestro destino, la razón por la que venimos a este mundo. Gabo lo sabía y bautizó Macondo a este nuestro paraíso infernal, que a veces no parece tener redención alguna.