Daniel Schwartz
27 Septiembre 2022

Daniel Schwartz

El desfile de las caras tristes

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Es célebre la escena de Les Luthiers en la que Carlos Munstock y Daniel Rabinovich representan a dos políticos cínicos y atontados que comisionan la composición del nuevo himno nacional a un cantante de cumbias y bailantas. Mientras debaten el contenido del nuevo himno, uno que contenga un claro mensaje proselitista del partido Lista Azul, se les ocurre a estos políticos cantinflescos, para avivar los ánimos nacionalistas del pueblo, incluir en algún verso al que será el nuevo país enemigo: Noruega. El músico pregunta por qué Noruega, a lo que los políticos responden que eso no importa, que podría ser cualquiera: “Porque subieron el precio del bacalao, o quizá por algún problema fronterizo, total la gente ni sabe”, respondieron los políticos.

En Colombia mucha gente tampoco sabe por qué odia. Yo a veces tampoco. Odiar, o mejor, despreciar, es un oficio difícil: hay que dar en el blanco cuando uno dirige su rabia hacia algo o alguien, hay que aprender a ver los defectos del odiado para así lanzar ese insulto preciso que rasga las entrañas. La marcha del lunes, auspiciada por personajes como los políticos de Les Luthiers, se inventaron razones para agitar el miedo y llevar los corazones rotos del uribismo a las calles. Con mentiras sobre las reformas que quiere impulsar el nuevo y joven Gobierno, o invocando el peligro del “castro-chavismo”, las principales calles del país hospedaron multitud de gentes que no saben cómo dirigir su rabia.

El lunes, el centro de Bogotá se convirtió en un río de viseras, esas cachuchas a medio hacer que descubren la coronilla, un accesorio popular entre las señoras prejubiladas de la clase media-alta del norte capitalino. También hubo en la marcha muchas camisas blancas –otrora negras–, banderas y banderitas de Colombia. Canas y gafas de sol. Gritos onomatopéyicos. “Fuera Petro” y no mucho más. Ninguna canción, ninguna frase hilvanada. Carteles mal escritos y sin gracia. Incomodidad, tristeza. Una rabia limitada por el andén, juiciosa, sin emoción. Desfiló por el centro de Bogotá la rabia de quien ve en el presidente a un prefecto de disciplina blando y desordenado. La rabia de quien disfruta del azote. Muchas viseras y pocas vísceras.

Un desfile cansino, perezoso, derrotado. Un montón de gente que tuvo que llenarse la boca de mentiras para justificar su tristeza y su ira: perdieron, y perder duele, y ese dolor basta para salir a las calles. Innecesarias son entonces las mentiras, las verdades a medias sobre las pensiones –les es difícil aceptar que el pago de la pensión no es un ahorro individual–, sobre la eliminación de las EPS o el miedo irracional a la llegada de los médicos cubanos. Y esa ira que no estalla se convierte en un coro de alaridos irregulares y descoordinados, una tristeza camuflada en el ruido brillante de los pitos y las vuvuzelas. Un ruido que no llama la atención, que aturde, pero que no irrumpe. Un ruido sin luz que desconcentra en vez de desconcertar. Son los pitos que buscan camuflar la tristeza del derrotado, que existen únicamente para que no haya silencio: el ruido de quien, luego de hacerse notar, ha olvidado aquello que quería decir o que quizá no supo qué quería decir. Un alboroto sin algarabía.

Aplaudo, eso sí, cierta valentía, esa capacidad insólita de ser testarudo en público. Yo dejo mi testarudez en casa, y cuando no, me arrepiento. Admiro de los marchantes del 26 de septiembre esa prístina terquedad, esa ingenua soltura que no les permite aceptar la realidad, que los hace sentir tan seguros en su inseguridad, que los lleva a plantarse con tanta confianza frente a una cámara de televisión sin importar el disparate que sale de sus bocas. Eso admiro de estos marchantes, sobre todo de la gente mayor que asistió a la marcha: ese desparpajo, ese arrojo inquebrantable para hacer el ridículo.

Coda: No creo que haya que limitar el espacio público, tampoco los discursos de odio. Una de las marchantes se hizo famosa en redes sociales por decir unas palabras que no pienso repetir. Pero la gente las seguirá repitiendo, y para mí es mejor saber cómo piensa la gente que me rodea, porque saber es siempre mejor. Meter a esa señora a la cárcel haría que quienes piensan igual a ella, callen. Yo prefiero que sigan hablando, que sigan no solo dándome motivos para la burla, sino recordándome que a veces es mejor no confiar en el prójimo.

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