Gabriel Silva Luján
22 Agosto 2022

Gabriel Silva Luján

El dilema del diablo

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La elección de Gustavo Petro generó muchos interrogantes y bastantes inquietudes. Dentro de estos el que más cavilaciones despertó entre los ciudadanos y los analistas fue quizás el manejo de la fuerza pública. No era para menos. Su antigua vinculación con el M-19, sumado a las denuncias y los debates a cargo del Pacto Histórico contra la política de seguridad democrática y su artífice Álvaro Uribe, alimentaron la percepción de que se pueden estar gestando tormentas y situaciones telúricas en ese frente.

Las decisiones iniciales en esa materia, desde la designación del ministro de defensa hasta los cambios en los altos mandos, han acrecentado la especulación y la incertidumbre. Cabe entonces preguntarse, ¿qué pretende el presidente Petro con las sorpresivas y audaces medidas que ha implementado en las escasas dos semanas que lleva en el poder? Aunque algunos les asignan a esas decisiones una inspiración ideológica e interpretan sus actos como revanchismo, la realidad es que el verdadero detonante -por no decir el origen- de las decisiones tomadas recae en el manejo que le dio el uribismo y el gobierno de Iván Duque a la cuestión militar.

El gobierno Duque le entregó el Ministerio de Defensa al Centro Democrático y facilitó una profunda penetración ideológica de las doctrinas uribistas en la oficialidad y las tropas. La politización resultante se ilustra dramáticamente con la retórica política del general Zapateiro quien como comandante activo no tuvo reparo en entrometerse en las elecciones y anunciar que dejaba un ejército dominado por sus seguidores. Todo esto con la aquiescencia y los aplausos del propio Duque. La principal responsabilidad de un mandatario democrático, ante esas circunstancias, era inevitablemente restablecer el control civil del orden público y la disciplina institucional.

La otra circunstancia que se esconde detrás de las decisiones tomadas es que a lo largo de los cuatro años anteriores el nivel de tolerancia o indiferencia a los actos de corrupción y de violaciones de los derechos humanos por parte del Ejército y la Policía, crearon una cultura de la impunidad. Son conocidos los casos de varios oficiales de alto rango actuando en complicidad con bandas criminales. El hecho de que las violaciones a los derechos y las agresiones policiales hubiesen alcanzado niveles nunca vistos sin duda llevó a que mucha gente votara por un cambio estructural en el manejo de la seguridad ciudadana. Entonces, no sorprende para nada que se escogiera a Iván Velásquez, un jurista reconocido por su experiencia y rectitud en la lucha contra la corrupción y la protección de los derechos humanos, como ministro de Defensa.

Sin duda, deshacer los entuertos y enderezar las ramas torcidas dentro de la fuerza pública tiene altos costos y muchos riesgos. Los ascensos decretados recientemente implican la pérdida de más de medio centenar de oficiales del rango de general que equivale a borrar de un plumazo unos mil quinientos años de experiencia, preparación y conocimiento. Ese vacío no se llena fácil y las fuerzas sufrirán operacionalmente por mucho tiempo la pérdida de ese recurso humano y de esas capacidades. En materia de la moral y del sentido de la dignidad militar esas decisiones, sumado a frecuentes gestos desobligantes, generan riesgos de desacato, insubordinación pasiva y desánimo para el combate (pérdida de la Areté). En materia de la búsqueda de la paz, que requiere tanto de zanahoria como de garrote, el gobierno entra a las negociaciones con una capacidad represiva debilitada.

Petro se enfrentó al dilema del diablo. Si no hacía nada, eso significaba dejar enquistada la politización uribista en el corazón de las Fuerzas Armadas. Y al hacer incurría en riesgos y sacrificaba un valioso recurso para manejar la delicada situación de orden público. Esas son las difíciles decisiones que no puede evitar un gobernante. Ante la disyuntiva prefirió actuar, y eso ya dice mucho.

Twitter @gabrielsilvaluj 

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