Lo que recuerdo de él es poco. Apenas compartimos un toldo en diez minutos de chubasco bogotano pero fue suficiente para cambiarme la vida, aunque solo me haya dado cuenta muchos años después frente al Informe Final de la Comisión de la Verdad, presentado la semana pasada al mundo por el padre Francisco de Roux; y que para ser sincero, es imposible leer sin lágrimas en los ojos.
Una tarde del pasado mientras grababa una escena, ya no recuerdo de qué, el cielo, sin mediar palabra, se descuajó sobre nosotros; obligando a todo el crew a esconder rápidamente los equipos de la tempestad y a los demás a dispersarnos buscando refugio. Un agente de la policía que estaba custodiándonos ese día de rodaje y yo, logramos alcanzar la carpa del café antes de que el temporal nos empapara por completo. Llovieron hasta pianos. Los dos, atónitos, vimos cómo el edificio de enfrente desaparecía entre la lluvia y la niebla.
El agente tenía la piel del color del caramelo quemado, sin arrugas; apenas algo de pata de gallina que delataba sus 40 años; el pelo negro y la frente amplia, corte militar, ojos achinados. Su boca era como una puñalada en un taburete de cuero, sincera, pero sin sonrisa, no pasaba del metro setenta y cinco y su cuerpo parecía haber sido creado de un solo trazo; sólido, compacto y fuerte era el capricho de Dios sobre él.
Me quise tomar una café para el frío y le ofrecí otro, aceptó. Mientras sorbíamos de a pocos el amargo potaje de grabación, él se quedó mirando la tormenta como si pudiera penetrarla, comenzó a hablar, como hablan los locos, de pronto, sin aviso:
Nos emboscaron, la patrulla cayó cuando apenas estábamos por subir a la serranía del Perijá. El calor lo ahogaba a uno, pero cuando nos culebreó la primera ráfaga, las manos se me pusieron heladas. Caía plomo de todas partes, haga de cuenta como este chaparrón, pero no podíamos ver quién nos atacaba. Quedamos todos separados por el fuego. Unos compañeros lograron después de una hora montar la punto sesenta y comenzar a repeler. Se sentía la distancia entre ellos y nosotros por el eco de las balas. Mi curso y yo quedamos cuerpo a tierra en una especie de cuneta de la falda del cerro, sin poder levantar cabeza, apenas nos silbaban los proyectiles por encimita. Ahí estuvimos mientras las hormigas nos devoraban; era eso o que le volaran a uno la cabeza. Antes de caer la noche vi el sol arder como un coágulo de sangre sobre el horizonte. De noche la guerra es como el infierno, la única luz que alumbra es la de la metralla y lo único que deja ver es la cara de pánico del compa que usted tiene al lado, que, en mi caso, era la cara de mi mejor amigo. Él rezó toda la noche mientras yo echaba tiros de fusil sin rumbo fijo para ahuyentar la muerte. En la madrugada algo los espantó y nos dejaron quietos. Con la primera luz volvieron los cantos de los pájaros. Mi curso estaba de rodillas con el cuerpo hacia atrás y las manos aún entrelazadas; tenía un chichón en medio de las cejas, ojeras negras y la boca entreabierta con los dientes secos; le faltaba toda la parte posterior de la cabeza. Yo y otros tres que pudimos reagruparnos, decidimos regresar por fuera del camino para no caer nuevamente en manos de la guerrilla. Cargar a mi curso para devolvérselo a la familia se convirtió en una tortura. Los cuerpos de los muertos pesan más que cuando estaban vivos. Cuando volvió a caer la noche, otro compa lo colgó patas arriba de un árbol y lo degolló para desangrarlo como un chivo; le sacamos hasta la última gota de sangre y liviano, como ropa vieja, lo cargamos por turnos un par de días, hasta hacer contacto con la tropa nuevamente. Allí lo entregué: sé que la mujer y los hijos lo enterraron. Él tenía la parejita y toda la noche rezó para volver a verlos.
Inmediatamente escampó dejó de hablar, terminó su café, me dedicó una mirada amable y salió de la carpa. Al llegar esa noche a casa después del trabajo, olvidé su rostro y su historia; terminé ese proyecto, me volví a casar, tuve tres hijos, cayó sobre mí la nieve del tiempo y mucha agua ha corrido bajo el puente para comenzar a leer la Convocatoria a la Paz Grande, de la Comisión. En el apéndice Esclarecer la Verdad, en la página 21, hay un título: El Reclamo de la Indignación y allí estas palabras: “No teníamos por qué haber aceptado la barbarie como natural e inevitable ni haber continuado los negocios, la actividad académica, el culto religioso, las ferias y el fútbol como si nada estuviera pasando. No teníamos por qué habernos acostumbrado a la ignominia de tanta violencia como si no fuera con nosotros cuando la dignidad propia se hacía trizas en nuestras manos. No tenían por qué los presidentes y congresistas gobernar y legislar serenos sobre la inundación de sangre que anegaba el país en las décadas más duras del conflicto.
¿Por qué el país no se detuvo para exigir a las guerrillas y al Estado parar la guerra política desde temprano y negociar una paz integral?
Creo que toda la vida y con inmenso dolor me voy a hacer esta pregunta. ¿Qué velo cayó sobre nuestra mirada? ¿Qué nos ha hecho negar la barbarie de nuestra estirpe de frente? ¿Por qué dejamos morir más de cuatrocientas mil almas a lo largo del tiempo sin ninguna compasión más que el olvido?
He oído toda clase de voces estos días en contra del padre De Roux, insultos de todo tipo, posiciones abyectas frente a su estoicismo, juicios absurdos que politizan su camino por los campos de la muerte, recolectando más de 30.000 historias de dolor, para narrarnos el fracaso de nuestra sociedad como civilización y clamar por una nueva era en la que tengamos la conciencia de que el otro soy yo, y que esa sea la amalgama del tejido social y no la indiferencia que mata la vida.
Lo que esa tarde de vendaval capitalino me refirió aquel intendente de la policía, fue una monstruosidad que en Colombia no se puede volver a repetir desde ningún bando y orilla, aunque para ser sinceros el horror no estuvo en su relato sino en mi olvido.
Es un deber con el futuro de nuestros hijos leer este informe, volver a ser dignos, impedir con todas nuestras fuerzas el holocausto y construir con base en la verdad una nueva Colombia, en donde el oprobio no nos siga dividiendo como enemigos; como al enemigo interno y más bien nos permita vivir como hermanos.