Jaime Honorio González
15 Abril 2022

Jaime Honorio González

El general Rincón

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Yo también me acuerdo perfecto dónde estaba el martes 19 de junio de 1990, al comenzar la tarde, el día que el negro grande de Buenaventura originó una de las primeras pandemias que este país ha padecido: la de la afonía.

Noroccidente de Bogotá, una vivienda de dos pisos, tal vez el barrio Pasadena. La casa paterna de Aguilar fue solo para nosotros, casi una docena de universitarios acomodados frente al televisor a color del primer piso, ubicado en una especie de salita adaptada para tales menesteres, con un techo algo bajo y fieles a la maravillosa costumbre de la época: bajar por completo el volumen del aparato y poner a lo que diera el radio con la voz del locutor preferido, en nuestro caso, Édgar Perea.

No como ahora.

Me acuerdo de que bebimos aguardiente todo el partido y —en el entretiempo— nos fumamos hasta los dedos, afuera, en la calle, como en todas las calles de todos los barrios de todas las ciudades de un país de derrotados, enseñado a ilusionarse para al final siempre perderlo todo. Aunque, esta vez, estábamos esperanzados.

Hasta que llegó la puñalada y se clavó en la mitad del estómago, ya adolorido de tanto hacer fuerza mientras contábamos los segundos para que el partido se acabara.

Escuché algunos madrazos, no muchos porque el gol en contra fue un mazazo en la cabeza y nos dejó aturdidos, y mientras uno a uno salía a la calle a fumar, me fui derrumbando despacio en la silla y me acuerdo que clavé la mirada en el techo blanco y me puse a contar los puntos de marmolina en un cuadrante que imaginé para olvidarme de los dos dolores que —revueltos— me corrían por todo el cuerpo mientras escuchaba al comentarista de la radio quejarse y confirmar con palabras bonitas lo que ya todos sabíamos: Que éramos un país de perdedores.

De pronto, giré la cabeza y todos estaban afuera y entonces me vi solo, completamente solo, abatido, derrotado, como un autómata mirando la pelota pasar de Leonel al Bendito, al Pibe, a Rincón, al Bendito, al Pibe, a Rincón, dos zancadas, túnel y gol.

Y justo cuando lo iba a gritar, sentí un dolor muy agudo que superaba al que estaba teniendo en mi estómago. De inmediato me llevé las manos a la cabeza y al revisarme los dedos, los vi manchados de sangre. Pero no tuve tiempo de entender lo que pasaba porque —en un segundo—entró la turba aún incrédula y comenzó a gritar y a gritar y a gritar mientras pasaban las repeticiones en la pantalla y nos fundíamos en abrazos, en tanto mis gritos de dolor físico por la herida en la cabeza se ahogaban entre los madrazos que brotaron de la tierra y la locura colectiva que nos invadió. Como a todo el país.

Hasta que alguien se dio cuenta. Resulta que a medida que fue avanzando la jugada me fui levantando de la silla y cuando la pelota entró salté con tanta felicidad que terminé estampando mi cabeza contra el techo bajo de la salita donde veíamos el partido. Menos mal, nadie me vio.

Durante toda mi vida pensé que eso solo podía pasarme a mí, hasta que hace unos días leí en Twitter al director de Publimetro, un calvo como yo, contando —palabras más, palabras menos— que el mismo día, en la misma ciudad, por la misma causa y a la misma hora, le había sucedido lo mismo. He superado mi vergüenza.

Como a nadie le importó mi herida, pues a mí tampoco. Eso sí, me gané un espacio en el Suzuki carpado del dueño de casa y salimos eufóricos a celebrar por las calles de la capital de un país que, a partir de ese momento, por cuenta de ese negro grande y apenas con un mísero empate, acababa de convertirse en un país de ganadores. Eso es lo bueno de Colombia, que aquí se goza con poquito.

Mi cabeza iba a explotar, pero, milagrosamente me recuperé cuando parqueamos el carro frente a la Embajada de Alemania, en la novena con 70, y comenzamos a gritar el gol como desposeídos. Aunque fuimos los primeros, en unos minutos había un montón de tontos como nosotros. ¡Qué carajos!

Creo que ya después no fui persona. Algunas instantáneas en mi mente de maizena en la carrera 15 y un flash de una calle cualquiera caminando de noche rumbo a casa, solo, adolorido, ebrio, feliz, exultante, por cuenta de Freddy Rincón, el mismo que hoy velan en el estadio de Cali y entierran en un cementerio de esa ciudad y de quien por varios años guardé la foto que le tomó José Clopatofsky apenas hizo el gol en el San Siro de Milán, donde se le ven unos dientes impecables, una bellísima sonrisa y una fuerza en los brazos como pocas veces alguien ha retratado.

Un amigo me contó que —años después— el periodista le dijo a Rincón que solo le quedaban dos copias de la foto y le regaló una al futbolista, firmada junto con la siguiente leyenda: “La mejor foto de mi vida”. Freddy, acostumbrado a responder las buenas jugadas, se la devolvió de taquito, escribiéndole en la otra copia al reportero: “El mejor gol de mi vida”.

Desde el día del accidente de Rincón he visto una y otra vez los videos de ese partido, sobre todo los minutos finales; y como nunca pude gritar el gol por cuenta del techo de la casa de mi amigo, me consuelo repitiendo cada tanto la narración de Perea‚ que lo cantó por mí diciendo gol 43 veces en 24 segundos. Le salía tan bonito.

Pero la narración que más me gusta es de un locutor argentino, Osvaldo Whebe, autor de una estremecedora retahíla que repito y repito mientras cierro los ojos y recuerdo cada momento de ese inolvidable 19 de junio, cuando Colombia se embriagó por completo, rendida a los pies del gigante de ébano:

“Hermano colombiano, trepate a un árbol, andá gritá, andá festejá … El pase de Valderrama, la encarada de Rincón, el grito de Colombia, en las plantaciones de café, en una tierra golpeada por un montón de cosas feas… El milagro no es alemán, el milagro es colombiano, salió de un libro de García Márquez, Colombia uno Alemania uno, El general en su laberinto está tranquilo”.

El general Rincón también puede estar tranquilo. Gracias Don Freddy por las alegrías recibidas.

Cuña: Los espero en la Feria del Libro de Bogotá, con mi primera novela en la mano: El Ulises de Flora, pabellón 6, piso 1, stand 638.

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