Daniel Schwartz
1 Marzo 2022

Daniel Schwartz

El hijo bobo

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Hace un par de años, luego de una reunión familiar, mi madre regresó conmovida a casa. Me contó que una de sus primas sacó de la billetera una fotografía de Álvaro Uribe, como si fuera la estampita de un santo milagroso: “Es que véanlo, tan bueno”, dijo, con los ojos iluminados mi tía lejana. Ese día comprendí lo que mi psicoanalista de la adolescencia considera el gran problema de este país: que Colombia es un país sin padre y por eso se delega esa figura en los políticos. Como muchos otros, esa prima de mi madre, que perdió a su papá cuando era niña, encontró en Álvaro Uribe al padre que nunca tuvo.

Álvaro Uribe es el hombre en quien Colombia ha depositado su crianza. En una entrevista de 2019, la escritora Carolina Sanín advirtió que el fenómeno Uribe debe entenderse desde la psicología de masas, y que él no solo representa al patriarca, sino al patriarca maltratador. Aquel que enseña a los golpes, a la fuerza, para que sus hijos cojan temple y sean verracos. La mano firme que nalguea a sus hijos y señala el vaso de jugo lleno de vomito, que debe ingerirse so pena de una reprimenda.

Pero también es un padre de corazón grande, lo que justifica su mano golpeadora. Y es también el padre que nos ama y nos va a proteger de quien quiera hacernos daño: del terrorista –calificativo que en la década de los 2000 reemplazó al comunista y al insurgente, y que además permite desdibujar al enemigo al punto de no saber quién es–, que es el gran monstruo detrás del armario de los colombianos. Sin importar cómo, con alianzas oscuras o con triunfos militares sospechosos, Uribe fue el salvador que vino a quitarnos el miedo, el regazo sobre el cual poder recostarnos y recibir palmaditas en la espalda.

Duque, en cambio, no representa nada de eso. Llegó a la Presidencia con las banderas de ese mismo padre de mano firme y de corazón grande que lo lanzó a la piscina sin saber nadar, pero nunca recibió de él ni el afecto ni el castigo para templar su espíritu. Ni los partidarios ni los detractores del uribismo creyeron que Duque podría llenar los zapatos de su antecesor. Sería entonces una especie de padre putativo sin mucho carácter a quien le cae la responsabilidad de seguir criándonos en los mismos principios, sin mucho éxito, convirtiéndose en el presidente de la burla y los memes.

Y a pesar de todas las acciones que podrían valerle los mismos calificativos que recibió su mentor (escándalos de corrupción dentro de su gobierno, bombardeos a menores de edad por parte del Ejército, la estigmatización de la protesta, y un gran etcétera), son pocos los que se toman en serio a Iván Duque. Así lo haga mal (decir que el aborto es un método anticonceptivo, cuando, evidentemente, no lo es) o lo haga bien (rechazar la invasión de Rusia a Ucrania), nada en él será suficiente, pues ser un buen presidente –y quizás también un buen padre– no consiste únicamente en decir y hacer lo que toca, sino en actuar como tal. Recordemos la completa subordinación con la que le habló al rey de España, frente a quien se mostró como un yerno conociendo a los suegros y no como el presidente de una República.

Duque no ha sido el padre de nadie. Me duele decirlo, porque a pesar de lo mucho que desapruebo su gobierno, algo en él me genera compasión, probablemente por el hecho de que ha sido una víctima directa del patriarca Uribe. Duque viene a ser nuestro hijo bobo: el que no se va de la casa a pesar de las insinuaciones, el que no consigue trabajo, el que está triste y al que, a pesar de todo, tendremos que mantener hasta que San Juan agache el dedo.

Porque si aceptamos la idea de que el presidente es como un padre, es normal que debamos mantenerlo en su vejez y pagarle la pensión. Pero Duque no es ese padre que los colombianos quieren: su pensión la veo más como la mesada que le dan los padres al hijo que, pobrecito, no se va a poder valer por sí mismo a menos que consiga un puestico triste de burócrata en algún organismo internacional (que era, precisamente, lo que hacía antes de ser senador y luego presidente). Esa mesada dolerá más que el resto de las pensiones presidenciales. 

Así que preparémonos, porque en 24 semanas, cuando Iván Duque deje de ser presidente, pariremos a un hijo que nos va a costar miles de millones de pesos y una que otra vergüenza en el exterior. Yo solo espero que en esta ocasión no elijamos un nuevo reemplazo del padre maltratador. Y tampoco a un padre que diga que nos cuidará con amor y que nos “quiere mucho”. Elijamos sin la intención de delegar la figura paterna en un cargo que en nada debería relacionarse con la paternidad.

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