Daniel Schwartz
5 Julio 2022

Daniel Schwartz

El infierno no son los otros

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La Doctrina del Enemigo es la versión latinoamericana de la doctrina de seguridad nacional que desarrollaron los gobiernos norteamericanos durante la Guerra Fría. A diferencia de Estados Unidos, cuyos enemigos eran externos, la supuesta amenaza en América Latina venía desde adentro: nuestros estados, a diferencia de lo que hizo Estados Unidos frente a Cuba y la Unión Soviética, tenían que combatir a los supuestos agentes locales del comunismo internacional. Estos enemigos eran, principalmente, las guerrillas, pero también podían ser cualquier persona o grupo político que tuviera ideas contrarias a las del gobierno o las fuerzas militares. Según Francisco Leal Buitrago, “la Doctrina de Seguridad Nacional es una concepción militar del Estado y del funcionamiento de la sociedad, que explica la importancia de la ocupación de las instituciones estatales por parte de los militares. Por ello sirvió para legitimar el nuevo militarismo surgido en los años sesenta en América Latina”.
 
La construcción de esta categoría política surge cuando en América Latina se definió al comunismo internacional como la gran amenaza colectiva de los estados. Con la llegada de las revoluciones socialistas y la expansión de las ideas marxistas en la región, este concepto toma un nuevo significado: se convierte en la columna vertebral que justifica la militarización total del Estado, es la Doctrina de Seguridad Nacional y se adopta como el modelo de análisis de las dinámicas sociales. El concepto del enemigo interno proviene de las grandes potencias económicas para ser difundido en países “subdesarrollados” o “dependientes”, y fue el principal aliciente para mantener el statu quo y prohibir una apertura de la democracia, a partir de la negación del otro.
 
Para el caso colombiano, la aplicación de esta doctrina por parte de las fuerzas militares llegó tarde en comparación con otros países de la región. Sin embargo, el surgimiento de las primeras guerrillas liberales y el profesionalismo adquirido en la Guerra de Corea por parte del ejército explica la adopción de esta doctrina. La violencia política de la época, además, agudizó los conflictos sociales, por lo que eran necesarias medidas contundentes.
 
1960 fue un año clave para la transformación: la Revolución cubana y el recrudecimiento de la violencia exigieron un cambio drástico; ese año, el general Alberto Ruiz Novoa tomó las riendas del ejército y propuso preparar las instituciones militares para enfrentar una “guerra moderna”, es decir, la guerra contra el enemigo interno. 
 
Esta ideología castrense agudizó el conflicto y permitió el crecimiento y fortalecimiento de nuevas guerrillas. En 1964 el ejército atacó a las “repúblicas independientes”, zonas de aparente influencia comunista y de autodefensas campesinas. Buscaron entonces ejercer la soberanía a través de la violencia, y difundir la ideología castrense tanto en las fuerzas militares como en el resto de la sociedad. Este propósito se logró, pero las guerrillas y las autodefensas campesinas se mudaron de lugar y se convirtieron en el grupo guerrillero Farc. Al año siguiente, en 1965, se organizó también el ELN. Se podría decir que el acorralamiento por parte del ejército a las “repúblicas independientes” (concepto que vale la pena revisar) y la difusión de la ideología anticomunista crearon nuevos problemas, pues se radicalizaron unas guerrillas que en un principio fueron liberales y el conflicto creció.
 
La historiadora Margarita Garrido ha hecho mucho énfasis en la importancia de explicar la historia de Colombia no solo a partir de la guerra, sino también a partir de los intentos por hacer la paz. Difícil de creer, pero el país ha tenido más años de paz que de guerra. Luego del Estatuto de Seguridad de Turbay, quizá cuando más se institucionalizó la idea del enemigo interno, Belisario Betancur hizo los primeros intentos por desarmar esta doctrina: al entrar en diálogos con las guerrillas, el Estado reconoció al otro como un igual y desarmó por primera vez ese lenguaje que convertía a quien pensara diferente en una amenaza inmutable. Betancur se encontró con un ejército fortalecido y sin la disposición de ceder mínimamente el poder que por tantos años había tenido. La reacción de los militares fue férrea y culminó en la tragedia del Palacio de Justicia en noviembre de 1985. Se podría decir que, como lo fueron Uribe y Santos, los gobiernos de Turbay y Betancur fueron opuestos y a la vez complementarios: los gobiernos pacificadores de Betancur y Santos surgen luego del debilitamiento de las guerrillas que impulsaron los gobiernos de Turbay y Uribe.
 
La Operación Orión y los mal llamados “falsos positivos” (ejecuciones extrajudiciales) se enmarcan en un nuevo paradigma de la lucha contrainsurgente. Aunque tiene una naturaleza muy similar a la de la Doctrina de seguridad nacional, la lucha antiterrorista revierte el carácter político que se le otorgaba al enemigo interno. De una amenaza a los valores políticos y sociales, el nuevo enemigo, el terrorista, es presentado como un ser apolítico cuyo único interés es causar terror en la sociedad. Evidentemente, este cambio de perspectiva tomó fuerza a raíz de los atentados a las Torres Gemelas de Nueva York en septiembre de 2001, y este nuevo discurso fue acogido por el presidente Álvaro Uribe Vélez, posesionado en 2002, un par de meses antes de la Operación Orión. Sin embargo, en la práctica, esta doctrina antiterrorista siguió teniendo como propósito el aniquilamiento de los grupos de izquierda o insurgentes. Pedir siquiera la liberación de secuestrados a cambio de liberar guerrilleros presos era motivo de señalamiento.
 
Como en el caso Turbay/Betancur, el gobierno de Juan Manuel Santos llegó con la fuerte intención de hacer la paz luego de un período de reducción de derechos y libertades. Su discurso, inspirado en procesos de paz en otros lugares del mundo, se concentró en el desescalamiento del lenguaje. La idea del enemigo interno es, a fin de cuentas, un discurso, una guerra construida a partir de símbolos y palabras. Nuevamente, la oposición fue intransigente, y aunque se logró firmar un acuerdo de paz, la victoria del No en el plebiscito de 2016 debilitó muchísimo la legitimidad de estos acuerdos, al punto que fue elegido como presidente Iván Duque, opositor de lo pactado en La Habana.
 
Durante su mandato se volvió a escalar el lenguaje. Con la guerrilla más poderosa fuera del juego, el discurso estatal arremetió nuevamente contra la sociedad civil: el calificativo de “vándalos” para referirse a los jóvenes que protestan, o “narcococaleros” para referirse a los campesinos que viven casi por obligación de los cultivos de coca, fue el discurso oficial del próximo expresidente.
 
Pareciera que en una semana se alinearon los astros, o simplemente una semana puede ser suficiente para acabar con un discurso que parecía muy afianzado. La victoria de Gustavo Petro y la entrega del Informe Final de la Comisión de la Verdad, al menos por ahora, dan inicio al desarme emocional, al desarme de ese lenguaje que, en vez de abrirnos el mundo, nos lo ha vuelto pequeño. Llegó al poder un representante de la izquierda perseguida, masacrada y vilipendiada. Y aunque no siempre es bueno hacer de la política un tributo a la historia, en este caso vale la pena celebrar que alguien distinto ocupe el más alto cargo. A partir de ahora, cada colombiano tendrá la oportunidad de buscar al verdadero enemigo interno, que al final es siempre uno mismo.

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