Daniel Schwartz
12 Julio 2022

Daniel Schwartz

El lugar de los viejos

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El siglo XX sorprendió a Bogotá en la víspera del primer centenario de la República. El éxito de la Feria Mundial de París inspiró a los líderes de la llamada Atenas Suramericana para estar a la altura de las grandes capitales del mundo. Una nueva idea de urbanismo en la que se lucen el verde de árboles gigantes, las esculturas clásicas en bronce o mármol y las fuentes luminosas, fue la inspiración para convertir al Parque de la Independencia en el gran centro cultural de la ciudad. Veinte años después se construyó la nueva sede de la Biblioteca Nacional, un edificio Art Decó que imitaba los grandes museos europeos. En los años sesenta, la idea de modernidad fue reemplazada por la moda de las grandes avenidas: la calle 26 llevó a la ciudad a una nueva era, la de los carros veloces que llegan al aeropuerto que conecta con el mundo, el recién bautizado Aeropuerto El Dorado.

Hoy la Biblioteca Nacional parece un oasis. La 26 cercenó el proyecto romántico de esa Bogotá europea. Está solitaria, perdida en una manzana de grafitis ininteligibles, habitantes de calle, vendedores ambulantes y saltimbanquis de semáforo. La biblioteca quedó aislada entre calles ruidosas; las majestuosas escaleras que desembocaban en el Parque de la Independencia ahora terminan abruptamente sobre la avenida El Dorado, un infierno de tráfico pesado, TransMilenios, volquetas y motos; y desde la nueva entrada principal sobre la calle 24 se escuchan los sonidos de la Séptima, ahora convertida en un gran mercado informal con megáfonos para la  venta de fruta y protectores para el celular. 

Rodeado por los archivos de la revista Cromos que están en la hemeroteca, don Enrique está sentado en una poltrona de cuero. El poco pelo que le queda es tan blanco como el algodón. Lleva un traje fino pero raído por el tiempo, brillante de tanto plancharlo y ya sin color definido.

–Don Enrique, venga por favor–, le dice una mujer joven con delantal blanco y tapabocas. El anciano se sorprende porque, quizá, por un momento pensó que quien lo llamaba era una enfermera. Sonríe, se levanta de su asiento con dificultad y acompaña a la señorita, quien lo lleva a otro asiento frente a una pantalla y le explica cómo funciona el microfilme.

–Con esta palanquita se mueve de arriba a abajo, con esta de izquierda a derecha y con esta hace zoom– le explica la mujer del delantal una y otra vez. Don Enrique parece haber entendido. La señorita deja solo al pobre hombre, disminuido y a merced de una tecnología que, por la manera en que arquea sus cejas, parece abrumarlo.

En el microfilme está buscando información en un periódico viejo, bastante viejo, mucho más viejo que él. Se trata del periódico El Telegrama, el primero no oficial en la historia de Colombia. Fue fundado el 15 de octubre de 1886 y hace unos años se conmemoraron 130 años de la aparición de su primer número. En la página web de la biblioteca apareció un pequeño párrafo que decía: “La Pieza del mes está dedicada a El Telegrama, diario de la mañana, no solo por su importancia histórica en la Colombia del Siglo XIX, sino también por su olvido y poca valoración a lo largo del último siglo”. Olvido contra el que luchan la Biblioteca Nacional y don Enrique.

El viejo estuvo 15 minutos viendo una pantalla que le cuesta entender, concentrado en un pasado que quiere seguir siendo. Después se levanta, camina lentamente, jorobado y algo tembloroso, hacia la mujer que le había ayudado. Ella lo acompaña de nuevo a donde está el microfilme, le habla, pero él no parece entender. Al final, don Enrique le dice que está todo bien. Luego de pasar un buen rato leyendo el periódico da las gracias, le sonríe a la mujer y se va lentamente, encorvado, mirando con atención al piso, vacilante.

La Biblioteca Nacional dejó de ser el centro cultural que solía ser. Me contó alguna vez Ana Roda, exdirectora de la biblioteca y actual directora de la Biblioteca Luis Ángel Arango, que la Biblioteca Nacional tuvo un auditorio para oír música clásica grabada, curada por un experto. La gente venía, se sentaba, descansaba y oía. Muchas personas mayores aún recuerdan ese espacio de tranquilidad que ofrecía la biblioteca. “El auditorio todavía existe, y tiene todas las condiciones acústicas, pero el programa no sobrevivió”. Como la Biblioteca Nacional no hace parte de Biblored, su presupuesto es cada vez menor y son otras las prioridades. Sin embargo, esos espacios fueron acogidos por la Luis Ángel Arango, la Virgilio Barco y las bibliotecas de cada una de las localidades. En ellas, los ancianos son los visitantes más importantes.

Como don Enrique hay muchos. Casi todos los viejos que van a las bibliotecas públicas tienen tiempo de sobra. Muchos llegan a leer el periódico del día o, como me dijo Ana Roda, simplemente a estar ahí, a encontrarse con otros: “Las bibliotecas públicas son un refugio para mucha gente. Las personas encuentran en ellas espacios cómodos, seguros y amables donde poder estar, pasar el tiempo”. Los ancianos son una bendición y, a la vez, un reto para las bibliotecas. Allí participan en talleres para ocupar su tiempo libre, pero es tanto su tiempo libre que también se entretienen presentando derechos de petición por cualquier cosa. Supe de uno en la biblioteca del Tintal que radicó un derecho de petición cuando le dijeron que no existía ningún libro con las características que pedía. También piden que les cambien las sillas por unas más cómodas. 

Aunque estas situaciones se presentan con frecuencia, tienen un significado muy importante: el camino hacia la biblioteca, el tiempo de lectura, las triquiñuelas de los microfilmes y los derechos de petición por la ausencia de libros que no existen, son algunas de las formas en las que muchos ancianos logran ejercer su ciudadanía. El tiempo, conscientes o no de ello, pasa de ser una condena a ser una herramienta para reclamar derechos. Puede ser que a muchas personas mayores se les daña el plan cuando les ceden el puesto en la fila del banco. 

Decía Natalia Ginzburg, que entre las minorías oprimidas, los ancianos son la más oprimida, pues nadie habla de ellos y a duras penas existen en el lenguaje. En la historia de Caperucita Roja, el personaje que menos curiosidad despierta, que a nadie le importa si sale viva o muerta del vientre del lobo, es la abuela. 

Es el viejo quien más conoce el tiempo, o por lo menos quien mejor comprende que el tiempo es lento. En la biblioteca el tiempo también es lento, pues la buena lectura requiere parsimonia. Así que los viejos que visitan las bibliotecas son conscientes de que el tiempo transcurre lentamente, pero también de que es escaso y por eso se empeñan en mostrar su relevancia, en tener alguna influencia sobre las vidas ajenas, así sea incomodando. Los tiempos en los que vivimos no aprecian los conocimientos y la experiencia de los mayores, ya no se escucha la voz de los sabios de la tribu. Es en la biblioteca pública donde algunos viejos consiguen su revancha, donde dejan de ser personajes secundarios y se hacen protagonistas.

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