Jaime Honorio González
28 Octubre 2022

Jaime Honorio González

El nuevo ángel

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De repente, el frío me recorrió de arriba abajo. Me paralicé. A los pocos segundos intenté reaccionar, levanté la cabeza y miré a la ventana. Arrugué la mirada. Empecé a sollozar, solo. Por fortuna, estaba solo. Sentí muy fuerte cada gota que se estrelló contra el vidrio. Llovía a chorros.

Cuando las lágrimas comenzaron a nublarme la visión, empezó a dibujarse en mi mente la imagen del niñito de seis años, hermoso, con un sombrero aguadeño que le quedaba perfecto sobre su cabecita, dejándole ver apenas su corte de pelo rapado, que personalmente en los niños me gusta mucho, pero que en mi casa se niegan rotundamente a usar.

La imagen está en una foto en blanco y negro que me saltó a la cara cuando leía sobre lo que le sucedió a este angelito con nombre de emperador. En el retrato posa montando feliz lo que parece ser un caballito de palo, mirando a quien le toma la foto y no al lente de la cámara, misión imposible con las criaturas de esa edad. Lo sé por experiencia.

Entonces, me empieza a doler el corazón. Tengo miedo, lo confieso, tengo miedo de seguir escribiendo. Tengo miedo porque en algún momento me veré obligado a relatar por qué estoy con este tema. No me importa decirlo. No quiero seguir. Lucho conmigo mismo. Me rindo fácil. Vuelvo a perder. Decido no seguir. ¡Qué alivio!

Ya menos agobiado, sigo leyendo del tema. Guardo la esperanza de un final diferente. Hasta que encuentro el nombre con el que la Policía Nacional bautizó la operación de búsqueda del niño, perdido desde el pasado veintiuno de septiembre: Operación San Gabriel, qué otro nombre podría ser.

Decido escribir.

San Gabriel, el arcángel, el mensajero divino, no olvidaré cuando escuché maravillado que él era quien le había dicho a María que tendría un hijo del Espíritu Santo, y que tendría que llamarle Jesús. La Anunciación. Recuerdo que pensé que si yo hubiera sido el mensajero le habría dicho que le pusiera su nombre, Gabriel, y no Jesús. Yo tendría la edad de este angelito, unos seis años.

Lloro. No me da pena confesarlo. Lloro buscando expiar mi dolor. Lloro mientras maldigo esta tierra donde abundan los miserables. Lloro mientras mi corazón se acelera porque el miedo me invade pensando en tantos niños por ahí. Soy fatalista. Maldigo tener que así escribir. Maldigo tener que llorar. Pero, si no lo hago, me voy a asfixiar.

¿Dónde está Miguel con su espada para defender a esta criatura del demonio? Porque aquí en la tierra no pudimos.

El demonio fue su padrastro, que lideraba una banda de criminales a la que denominan secta satánica y de la que también formaban parte la mamá y una abuela de Maximiliano. Sí, su propia mamá y su abuela materna. Así como lo leen.

Se me acaban las lágrimas. Ahora me duele la cabeza. Espero que a ustedes también; no habrá forma de modificar esta sociedad si no nos duele a todos. Aunque, difícilmente, algo cambiará. Mañana por la mañana, unas niñas, amateurs para más señas, —que hasta ahora se han salvado de la crueldad de esta sociedad— juegan un partido de fútbol por allá en la India y el país entero se meterá de cabeza en ese asunto, yo también, tal vez para olvidar por unos momentos lo malos que podemos llegar a actuar como seres humanos, lo indiferentes, lo miserables; tal vez para no odiar como odio —en este preciso momento— a ese padrastro, y a esa mamá que le quedó bien grande la bella palabra, y a esa abuela desalmada; tal vez para poder seguir llorando mientras mi estómago arde por no ser capaz de evitar que al niño del retrato lo haya matado su propia familia —con sus propias manos—, al único de ellos que valía la pena, en su propio entorno, donde más seguro debería estar, por un rito del diablo buscando que los recompensara con una guaca de oro, como un sacrificio humano de los que ofrecían pobladores de esta América antes de que llegaran los conquistadores a matar y comer del muerto, solo que en nombre de la civilización, aunque también en busca de su Dorado.

Lo que le sucedió a Maxi es una nueva muestra de lo peor que somos. Y lo más preocupante, de lo peor que podemos seguir siendo. Espero que sus asesinos paguen con creces lo que hicieron. Espero que, ya que tanto les gusta invocar al demonio, padezcan un verdadero infierno en alguna de esas horribles cárceles de este país. Espero que su sufrimiento alivie el dolor de los otros familiares del niño, al que —sin éxito— intentaron proteger.

Sí, estoy consciente de lo que escribo. Respondo por cada uno de mis deseos aquí manifiestos. Espero que la justicia terrenal opere. Espero que —algún día—la Justicia divina les llegue.

Ahora encuentro la misma foto, pero a color. Me quedo con sus ojitos negros, redondos, expresivos, llenos de vida, me quedo con sus sueños de ser jinete, me quedo con sus anhelos de ser grande, me quedo con su inocencia, me quedo con su felicidad.

Vuelvo a llorar.

Espero que —ahora—Maximiliano sea un alado más. Un nuevo ángel. Uno como el arcángel Gabriel. 

Ha dejado de llover.

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