Jaime Honorio González
11 Febrero 2022

Jaime Honorio González

El número 16

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El videito dura apenas cuarenta y cinco segundos pero lo he visto unas mil veces. Sin exagerar. Lo pusieron la tarde del pasado martes primero de febrero y no he podido borrarlo de mi cabeza.

Una señora pide que le ayuden porque unos hombres acaban de llevarse a su marido en una vereda de Tame, Arauca. Es duro oír su voz entrecortada pero no es lo que me tiene devastado. Es el niño que está detrás de ella, que se para de lado, se niega a mirar la cámara y mientras va escuchando las palabras de la mamá, limpia sus lágrimas que no aguanta porque de quien están hablando es de su papá.

Ella dice “nosotros no tenemos nada que ver con esta guerra” y a él se le revuelve el estómago.

Ella dice “se lo acaban de llevar hace unos momenticos” y a él lo recorre un frío helado en esa tierra ardiente.

Ella dice ”que le respeten la vida” y él vagamente mira al cielo. El cielo le fallará.

Hablamos unos minutos. Hubo más silencios que palabras. Yo, que acabo de celebrar mi día del periodista número treinta, no supe cómo preguntar. Y ella no supo qué responder. Todos los días se aprende en este oficio.

Hasta que al final pregunté y ella respondió: “No quiero decir nada”.

Volví a escuchar su voz entrecortada. Se le notaba el miedo en la muda conversación, ella tenía afán de colgar. Yo también. Colgamos rápido.

Me alcanzó a contar que ya no vive en la casita donde estaban cuando se llevaron a su Herman y que la tienda que él tenía también tuvieron que cerrarla, que está viviendo casi escondida en algún lugar de esa tierra de nadie, abrumada, confundida, resignada. No me sorprende. En Colombia, esa es una historia repetida, aunque para ella sea su primera vez.

     —¿Y cómo está tu niño?

—Más calmadito, todavía pregunta que por qué pasó eso…

Nadie da respuesta, nadie la volvió a llamar, ninguna autoridad ha vuelto a manifestarse, a nadie le importa. Ya le pasó su cuarto de hora en redes sociales. Además, hoy también hubo muertos. Y ayer. Y mañana.

—Vi una foto familiar. Se veía muy cercano a su papá.

—Sí. La iban muy bien, lo atendía, se lo llevaba pa' la casa…

—¿Y ahora?

—Pues ahí le doy consejos, está más tranquilo, hay que dejarle las cosas a Dios. Vamos a ver…

Esa foto familiar duele más. Está feliz, sentado sobre la baranda de alguna carretera, con su papá al lado, y al fondo un paisaje absolutamente hermoso.

Y la imagen del video regresa. El muchachito trata de distraerse con el tapabocas en la mano, suerbe y a los veinte segundos se limpia las lágrimas, es un niño acabadito de graduarse de hombre, a las malas, como le toca a muchos en este país de malos.

Se queda unos segundos viendo el horizonte, pensará en su papá que sufre de diabetes como lo acaba de decir la señora; rogará mentalmente que no le vaya a pasar nada.

Al final, da un par de pasos, se arregla el pantalón y no mira la cámara. El cacareo de las gallinas es incesante. No hablaré de la niñita que no suelta a su mamá mientras escucha algo que no entiende.

Sí hablaré del niño, de apenas trece años, justo el momento en que su papá es el hombre perfecto, como el que quiere ser, su héroe, su ídolo, su vida entera. Lo que pesa el mundo cuando se viene encima a esa edad.

Su mamá pide ayuda a la Defensoría, a los Derechos Humanos, a alguien. Pero nadie ayudó o de nada sirvió la ayuda porque al otro día pasó lo ineluctable: en la noche confirmaron que había sido encontrado muerto en una carretera de la vereda donde vivían.

Apenas han transcurrido doce días y ya nos olvidamos de Herman Naranjo, un buen tipo, trabajador, comerciante, sacando adelante a su familia en Corocito, una perdida vereda de Tame, que es un municipio perdido de Arauca, que es tierra perdida de este país porque desde hace un tiempo se la ganaron los bandidos. De este país, que también está perdido.

Sé que estas cosas no pasan, excepto en las películas. Pero si yo fuera presidente, hubiese ido hasta allá y le habría dado un abrazo presidencial, uno con el alma. Y enviaría a los mejores hombres de este poderosísimo Ejército que tenemos a buscar a esos asesinos y los habría encontrado, y le habría prometido a ese niño que —ya que como país no fuimos capaces de cuidarle a su papá— al menos lo cuidaríamos a él, estaría seguro, tendría estudio, tendría futuro, aprendería que el ojo por ojo no deja nada, que la mejor venganza sería salir adelante, que ahora es el hombre de la casa, y que hay que dedicarse a ayudar a la mamá y cuidar a la hermanita; le habría hablado como padre. Y volvería a abrazarlo.

No estoy culpando al presidente de lo que pasó ni de que no haya ido. Ni más faltaba. Solo lo imagino mientras sueño despierto. Tengo ese derecho.

¿Y por qué ese niño? Si papás de niños como él matan todos los días. Si todos los días mueren líderes sociales, soldados, bandidos, civiles, hombres, mujeres, niños, perros, gatos, si la guerra se lleva todo, ¿por qué tanta alharaca con esto? No sé, la verdad no lo sé.

Solo sé que cierro los ojos y veo al niño de camiseta blanca y roja caminar nervioso mientras su mamá pide que no maten a su esposo.

Para nosotros, Herman fue el líder social número 16 asesinado este año. El número 16. Para él, el amor de su vida.

Jovencito lindo, te abrazo en la distancia. Que la vida te devuelva algo de lo que este país te quitó.

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