Gabriel Silva Luján
28 Noviembre 2022

Gabriel Silva Luján

El opio del pueblo

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Karl Marx, explicando por qué los trabajadores no eran conscientes de su propia explotación, concluye magistralmente diciendo: la religión es el opio del pueblo. Aunque algunos estudiosos creen que se refiere estrictamente a las religiones tradicionales, soy de la escuela de los que piensan que la fuerza de esa consigna está en que la palabra “religión” no se refería exclusivamente a las iglesias o credos organizados.

El “opio” adormecedor comprende a todo fenómeno colectivo que nuble la conciencia del hombre y coopte su libertad de discernir. Desde esa perspectiva se puede entender la lucha por la libertad como la búsqueda de la secularización de la vida social para que cada uno obedezca al dios que quiera en su alma pero que acate la ley de la sociedad en lo terrenal. Se trata de que no haya ídolo común que venerar distinto a los derechos humanos, la libertad y la voluntad popular. Desafortunadamente, durante la mayoría de nuestra historia, la humanidad se la ha pasado subyugada bajo alguna de las modalidades de ese opio. El triunfo del racionalismo, la secularización y el liberalismo en Occidente, a pesar de todos los esfuerzos, nunca ha sido hegemónico. La puja entre las religiones y la razón es un tire y afloje que nunca termina.

En este momento de la historia parecería que estamos entrando en otra de esas etapas en las que la razón, la verdad y la libertad se ven arrinconadas, asediadas. No es menor la responsabilidad que le cabe a Occidente que se cruzó de brazos convencido de que había llegado “el fin de la historia” con el colapso de una de las religiones más poderosas, el comunismo soviético. Ya se ha escrito mucho sobre cómo la globalización acarreó una subyugación de las identidades, las culturas y las religiones tradicionales produciendo un reverberante resentimiento que encontró su chispa catalítica en el empobrecimiento y exclusión de sectores, regiones, razas y comunidades. Tal como lo describió Marx en un aparte del escrito citado, “la religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo descorazonado y el alma de las condiciones de vida desalmadas”.

No solo se han revigorizado las religiones tradicionales. Hay una explosión de nuevas religiones alternativas, tan fanáticas, dogmáticas, intransigentes y mesiánicas -incluso tan violentas- como las que han dominado a la humanidad por milenios. Las neo utopías ya no buscan construir el cielo en la tierra como las ideologías políticas o alcanzar el paraíso en el más allá como las religiones tradicionales. Asumen causas unidimensionales que les dan sentido y trascendencia a su existencia y sobre todo escape a su sentimiento de alienación, dislocación y no pertenencia. Asumen sus luchas con la misma ferocidad e intolerancia de los progroms, la inquisición, o el linchamiento racista. No poca responsabilidad le cabe a la modernización con su especialización y su aridez racionalista, su arrogancia despreciativa hacia la dimensión espiritual y su individualismo que diluye la intrínseca necesidad humana de actuar colectivamente.

Hay de todo en esa explosión de religiones. En estas se encuentran desde el fútbol, tan de moda por estos días, hasta los redentores del planeta que destruyen obras de arte como si fueran miembros del Estado Islámico; los animalistas fundamentalistas que agreden físicamente a personas que defienden la tauromaquia; luchadores por el “derecho a la vida” que ultrajan mujeres, asesinan doctores y ponen bombas como cualquier yihadista; los supremacistas blancos y los QAnon que invaden el Capitolio para asesinar a Mike Pence y Nancy Pelosi; los jóvenes alemanes neonazis que matan como ratas a jóvenes turcos, en fin toda esa pléyade de cuasi-religiones que gracias a las redes no necesitan de altares, templos o tabernáculos para consolidar miles y millones de fieles fanáticos.

Las consecuencias para el futuro de la democracia son severas. Su naturaleza dogmática y doctrinaria hace a estas fuerzas profundamente intolerantes hacia lo diferente, repudiando el pluralismo y la diversidad. Su desprecio por la institucionalidad y sus formas debilita la legitimidad democrática. Y lo peor, su receptividad al populismo y al caudillismo incrementa la probabilidad de que sean la base para el ascenso del autoritarismo. Interesante observar que en el caso colombiano muchos de esos grupos neo-religiosos, en las elecciones pasadas, simpatizaron con el Pacto Histórico.

Twitter: @gabrielsilvaluj

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