Jaime Honorio González
25 Marzo 2022

Jaime Honorio González

El primo rico

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Siento que voy perdiendo la memoria, especialmente la inmediata. A veces estoy hablando de cualquier cosa y después de alguna leve interrupción, olvido lo que acabo de conversar. Leí que —técnicamente— se llama amnesia anterógrada. En todo caso, aunque soy muy bueno para hacer autodiagnósticos, la mayoría de las veces fallo.

Debo sentarme con juicio para recordar —de forma exacta— qué fue lo que dije y qué me estaban diciendo. No es grave el asunto, tranquilos, prometo contarles si se complica el tema. Y, obviamente, si me acuerdo.

En cambio, para situaciones de hace muchos años, mi mente se convierte en un verdadero prodigio. No olvidaré la mañana de un lunes, porque la recuerdo perfectamente, lunes de octubre de 1987, cuando presenté ante todo el curso un trabajo de Expresión Gráfica I, en el José Alejandro Novoa de la Javeriana, un sótano sobre toda la carrera Séptima donde también recibía clases de Mecanografía y cuando terminábamos entraban los de Arquitectura, con sus espectaculares maquetas en balso, luciendo sus caritas de dueños del mundo y mirando por encima del hombro a los de Comunicación Social, que salíamos de aprender a escribir a máquina. No éramos nada.

Y yo menos. Estaba de pie, frente a los otros primíparos y a Bernardo Chávez, el profesor de la materia, un gomelazo de primera, alto, delgado, elegante, con un pelo lisísimo, me parece que dueño de un anticuario en una muy estrecha calle del norte de Bogotá. A mitad de semestre, todos mis trabajos iban entre dos y tres, la mediocridad en pasta. Mis habilidades para el diseño, la perspectiva y la abstracción también son eso, de dos sobre cinco.

Pero ese lunes saqué cinco. Fui el rey del mundo por esas dos horas, fui el tuerto en tierra de ciegos. La tarea consistía en escoger una canción y representarla en cinco dibujos, cada uno en un octavo de cartón paja, en los tiempos en los que sonaba Boys de Sabrina, Me cuesta tanto olvidarte de Mecano, y Bad de Michael Jackson, y cuando el rock en español comenzaba a asomar sus narices.

Por eso, cuando dije que mi canción se llamaba Mis harapos, del dueto argentino Los Visconti, el profe —que siempre me había ignorado— se giró sorprendido para escuchar atento mientras las niñas lindas del salón, que eran la mayoría, me crucificaban con sus fulminantes miradas, como si yo fuera la tía inoportuna durante la adolescente visita del novio en la sala de la casa. Porque en esa época tocaba así.

Mis harapos cuenta la historia de dos primos, uno rico y uno pobre, que se encuentran por casualidad y cuando el segundo estira la mano para saludar al primero, este pasa de largo, avergonzado de su primo el soñador. Así dice la letra.

Luego, herido en su orgullo, el primo pobre rompe a llorar para —al final— dejar salir su rabia y rematar con una de las estrofas que más grité en mis lejanas noches de farra, porque ebrio no se canta, se grita:

Tú eres primo el arquetipo
Mis orgullos te rechazan…

Y me parece que mi país es, un poco, esta mínima historia que les acabo de contar.

Gran parte de mi país es ese primo pobre, poeta y soñador.

Y la otra, ese primo “rico, poderoso y bien querido”. Y no hablo de plata, hablo de mentalidad, supongo que lo entendieron. Ese primo rico que se avergüenza de su familiar, que lo ignora en la calle, que lo niega tres veces si es necesario, esa otra parte arribista, egoísta, que contrata por monedas a mujeres muy pobres por días para que cuiden a los niños; que le prohíbe a los niños decir groserías en el colegio mientras en casa escucha los madrazos del adulto; y que como adulto critica de manera implacable a quien irrespeta la norma, pero el domingo en el estadio se desbarata a punta de insultos contra el árbitro por alguna decisión que no le pareció.

Esa parte de mi país que se jura toda de estrato veintiocho mientras mata la gula viendo la noticia en televisión de las casas que ponen bandera rojas en las ventanas para avisar que no tienen qué comer.

Esa parte de mi país que se olvidó de criticar a James porque ya se cierne sobre Lucho Díaz, a la espera de que cometa un error o de que tenga un mal partido. De pronto el martes.

Ese primo rico que predomina en esta sociedad sumida en una especie de autofagia diaria, que ensalza a sus negros cuando sus cuerpos se encumbran y triunfan sobre los blancos de otras latitudes, y los latiga sin piedad cuando se derrumban y resultan tan humanos como todos. Me acuerdo de Asprilla haciendo goles en el San Siro de Milán y rompiendo la puerta de una buseta en Tuluá. En menos de un mes, Faustino fue primo rico y primo pobre, bien pobre.

Somos carroñeros de nosotros mismos. No podemos con esta sociedad de primos ricos vestidos de frac y primos pobres vestidos con harapos.

A muchos de los primos ricos de este país les ha parecido “simpatiquísima la vaina” de que ese par de negros quieran ser vicepresidentes. Imagínense ustedes, viviendo en la misma casa diseñada por Salmona donde estuvo Vargas, Lemos, Santos, y ahora Ramírez. Gente súper bien.

Y eso que él fue mejor Icfes del país, becado en Rusia, ingeniero, gobernador, ministro. Y ella, abogada, top 100 de las mujeres más influyentes del mundo según la BBC y ganadora del Goldman Environmental Prize, defensora de su territorio y de su gente y de sus raíces, forjada —como pocas— en el crisol de las adversidades; Francia Márquez y Luis Gilberto Murillo, negros, hijos de negros, nietos de negros, herederos de negros secuestrados por blancos negreros cuando el floreciente negocio de la esclavitud, ahora que ellos aspiran a ser vicepresidentes —que a propósito, es un cargo que no sirve para nada— ahora ya no les valen esos títulos.

Murillo viste impecable saco y corbata. Francia luce hermosa su colorida ropa, sus hermosas trenzas y una portentosa sonrisa de oreja a oreja, que ilumina el más oscuro de los rincones.

Nada de eso sirve. Sus trajes, sus ancestros y sus luchas, para el primo rico simplemente son eso que les vengo diciendo, apenas unos harapos.

A esa parte de mi país, que se comporta como el primo rico de la canción de Los Visconti, con el orgullo henchido y borracho de felicidad, yo le grito completamente sobrio:

Déjame con mis harapos
Son más nobles que tu frac.

Tan tan.

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