Jorge Enrique Abello
21 Febrero 2022

Jorge Enrique Abello

El señor de las moscas

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“¿Cómo un niño de 12 años que fue amado ferozmente por todos piensa que la vida es tan difícil que necesita salir de ella?” Fue lo único que pudo decir la madre de Drayke Hardman de su hermoso hijo, mientras veía cómo se le iba la última exhalación de humanidad de su cuerpo agotado de la vida que apenas comenzaba. La noche entró como un relámpago en el hogar de los Hardman que a partir de ahora habitarían la tragedia de no volver a escuchar la risa de su pequeño hijo, de aceptar que no escucharán  nunca más correr sus pies desnudos sobre la madera crujiente del pasillo de alcobas, que no podrán despertarlo cada mañana entre besos y abrazos y sentir la tibieza de su piel en la madrugada bajo las cobijas de papá y mamá. La muerte retorcida en su alarido de tiempo se lo ha llevado, usando como arma homicida a otro niño de 12 años, que sin quererlo empujó a Drayke al abismo del cual nunca más volverá. El 10 de febrero en Utah, Estados Unidos, Drayke se suicidó. 

El 17 de febrero a Salomé Vergara en Ciudad Bolívar no le permitieron entrar al colegio porque su papá no tuvo dinero para comprarle unos tenis blancos que hacían parte del uniforme, corrompiendo así el manual de convivencia de la institución, que insiste en que todos los niños deben ser uniformados. Claro, es parte del buen vivir. Como lo es, en nuestro mundo, aceptar que a la diferencia hay que lapidarla. Ruedan incontenibles las lágrimas por las mejillas de Salomé mientras ve a su papá batirse a duelo contra la indolencia y perder la batalla. No entran.

A David, de 15 años, le gusta usar zapatos rojos de tacón alto y maquillarse los ojos a lo RuPaul, le gustan sus brazos andrógenos sin vello y usar los labios rojos estridentes de la Lolita de Nabokov, sin importar que rojo y labios sean un lugar común.  En una fila de almuerzo escolar unos muchachos lo miran con rabia, no les gusta que David siendo hombre quiera parecer mujer y deciden intervenir en su caprichosa decisión contra natura. Sin que se dé cuenta se ubican estratégicamente en la fila, uno adelante y otro atrás. Y mientras se sirven lo van acorralando, estrechándolo con sus propios cuerpos a manera de encerrona. Cuando David se percata, tiene el sexo de un compañerito empujando como lo haría un gorila sobre su trasero, mientras que el de adelante se gira lentamente para cazar su centro contra la humanidad de David que se siente violado en medio de la gente. Uno de ellos se acerca a su oído y en sottovoce le sentencia:

—No nos gustan los maricas. ¡Muérase! O vístase como hombre. Lo que pudo ser una fantasía alguna vez para David se convirtió en su peor pesadilla. Hoy prefiere seguir adelgazando, ya no para ser como las divas que admiraba, sino para desaparecer. 

Al candidato a la Presidencia de la República Sergio Fajardo esta semana, el mismo día que a Salomé le fue negada la oportunidad de estudiar, le fue negada la oportunidad de hablar en la Universidad Pedagógica de Pereira. Cuatro encapuchados, vestidos de negro le cortaron el paso y no le dejaron avanzar más para exponer sus ideas a los estudiantes. Debía salir con urgencia le insistieron. Como si la única urgencia fuera su incompetente ideología que en nombre de la libertad calla conciencias. Solo perdieron los estudiantes, Fajardo sabrá cómo salir adelante: es un demócrata.

En este febrero William Golding nos vuelve a gritar desde sus apocalípticos párrafos, escritos a principios de los cincuenta que El señor de las moscas sigue vivo, que sus alas de murciélago y su aliento de azufre pueden seguir callando el sentimiento más bello que es capaz de construir el hombre: La compasión, que no es más que sentir con pasión al otro, que viene siendo uno mismo.

Los invito en nombre de Drayke y sus padres, a quienes abrazo con toda la fuerza de mi ser, de Salomé, de David y de Sergio y los estudiantes de Pereira a que lean las páginas de este libro que en nombre del manual de convivencia nos muestra cómo, por accidente, una pequeña sociedad de niños termina por canibalizarse, porque es lo único que aprendieron de sus padres.

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