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Este país está hirviendo. Por donde se le toque, su temperatura está al máximo. Por donde se le mire, pareciera estar a punto de arder. Y en varias partes, ya hay fuego. No es metáfora. Es real.

Pero, lo más peligroso de la situación es que la temperatura no bajará, al menos en un futuro cercano, porque es casi un hecho que habrá segunda vuelta en la elección presidencial y —en caso de que los extremos sean los ganadores— la disputa se radicalizará aún más, aumentarán los insultos, se desbordarán las mentiras y se ventilarán tantos trapos al sol que —de forma inevitable— entraremos en una eterna etapa de oscuridad mientras nos seguimos odiando a diario durante tres larguísimas e interminables semanas, intentando justificar por qué mi lado es el bueno y el otro es el malo, ni siquiera el equivocado, el malo, el pérfido, el que terminará por desbaratar este país definitivamente, el que no dejará piedra sobre piedra, sea porque siguen haciendo lo mismo que se ha hecho desde que hay elecciones, lo que los especialistas llaman el continuismo, o sea porque llegan a cambiarlo todo y a todos, a tal punto que terminarán arrasando hasta los cimientos de esta pobre república que nos tocó como patria. Con un lado o con el otro, el apocalipsis habrá llegado a esta tierra de nadie. Bueno, de pocos, de muy pocos.

¿Quién tiene la razón?

¿Acaso quienes pronostican el acabose económico, la salida de capitales y la diáspora colombiana huyendo de la sombra socialista del siglo XXI que se cierne amenazante sobre nuestro país mientras un mamerto de gafas convertido en un remedo de chafarote sale a gritar ¡exprópiese! por donde vaya pasando?

¿O a los clarividentes que advierten un país más ensangrentado de lo que está, de cada vez más pocos ricos y más muchos pobres, a punto de convertir a Colombia en el mejor ejemplo de la oligocracia, donde la corrupción y la robadera cruzarán límites insospechados y la protesta social termine derrotada a punta de bala y asfixiada por los gases lanzados por insensibles robocops, irrestrictos defensores de los pudientes y enemigos declarados de los menesterosos, los desposeídos, los diferentes y los olvidados?

Qué panoramas tan desoladores los que avizoran estas aves de mal agüero que se ubican en las puntas del espectro ideológico, como chulos en los cables de luz a la espera de un cadáver insepulto.

Ese no puede ser el camino. Esa no puede ser la solución. Ese no puede ser nuestro destino. Mañana, la vida nos vuelve a dar una oportunidad de —medianamente— tratar de empezar a reconstruir este desvencijado país, y no será por el camino de los extremos porque cualquiera de ellos que gane, tendrá que dedicar la mayor parte de sus esfuerzos —si no son todos—, de sus energías, de sus ideas y del presupuesto, de nuestro presupuesto, a defenderse de los furiosos, inclementes e incesantes ataques que desatará el lado que pierda. Ya lo verán. Ya lo veremos.

Y por favor, atentos, muy atentos a ese cuento del voto útil. Nada más inútil que creerse el ser superior que cambiará el destino de un país con su voto, un solo voto, un voto solo, como si valiera cien mil. No, este sistema casi nunca da oportunidades y cuando permite una, de hacer lo que queremos, entonces decidimos dárnoslas de avezados apostadores y malabaristas electorales, y decidimos votar por el que creemos que va a ganar, no por el que queremos, o votamos contra otro o votamos para que fulano se atraviese y no llegue mengano porque entonces así zutano ganará. Ja.

Seamos serios, la primera vuelta da la posibilidad de votar por el que queremos. Al menos démonos ese gusto.

Y en la segunda muchos tendrán que votar por el que toca. Sí, es verdad. Pero, al menos, la conciencia estará tranquila.

Me parece que, en este momento, el camino es la tibieza, el vituperado sustantivo con el que los fanáticos de los extremos (es decir, los ultras, los barrabravas, en fin, los bodegueros) pretenden insultar a quienes no comparten su radical posición.

Yo seré tibio, ni frío como para que no haga nada ni caliente como para acabar de incendiar este país, ni de un extremo ni de otro, sin insultos, sin agravios, sin superioridades morales, sin escupir pecados de otros uno tras otro, ejerciendo la máxima bíblica de la igualdad: el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra.

Y entonces tener que soltar todos los palos y las piedras y los escudos y deponer las armas y silenciar los ultrajes e ignorar a los procaces de mal aliento hasta que sus bocas se quemen con sus repetidas y poco creativas ofensas. Por supuesto que no se trata de abrazar al enemigo porque llegar a ese punto necesita el paso de varias generaciones. Pero que sea éste el comienzo. Digo yo.

Yo votaré tibio, tibio en protesta contra lo que quema o hiela, contra el odio de clase, contra la aporofobia que es nuestra particular versión de racismo, contra los insultadores aficionados, contra los odiadores profesionales, contra los que tienen como principal argumento para gobernar el denostar al otro, el menospreciarlo, el acabarlo moralmente, el incendiario bueno para nada, el pequeño megalómano, el dueño de la verdad revelada, el absoluto, el iluminado. No más de esos, por favor, no más de esos.

Es el momento de elegir un tibio, un presidente que no represente un extremo, que no arda, que no se congele, un presidente tibio. Usted haga lo que quiera. Pero, como dijo el animador de la feria: “Y después no diga que no le avisamos”.

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