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Como era el único sonido que adoraba escuchar, tocó animosamente la campana que reposaba sobre su largo escritorio y el tintineo se escuchó en todo el palacio, rompiendo de golpe el absoluto silencio que siempre imperaba a esas horas del día. Eran apenas las cuatro de la madrugada. A los tres segundos, exactamente, escuchó el toc toc en la puerta del salón principal. Le encantaba hacerlo para medir el tiempo de respuesta y si no se cumplía, soltarle a su escuálido secretario privado —en voz baja— una andanada de ironías que ya quisiera Wilde haber usado. Era un verdadero prodigio en el manejo del lenguaje. Y por eso, su pueblo lo amaba sin reparo alguno.

El gran líder siempre hablaba como si estuviera susurrando —incluso cuando ultrajaba— y era responsabilidad de los oyentes entender lo que pasaba. Consideraba el peor de los insultos que le pidieran repetir algo que acababa de decir. Odiaba con su alma a los sordos, y mucho más a quienes pretendían serlo. Le molestaban profundamente las preguntas; y aunque todas, o casi todas, le parecían estúpidas, sus respuestas sí eran un verdadero derroche de sabiduría que siempre revelaba su infinita sapiencia sobre el funcionamiento del monocrático Estado que gobernaba, aunque eso, a sus electores, poco o nada les importara.

En todo caso, quería a su secretario como a un hijo bobo y él, como al padre que nunca tuvo. Pero lo trataba como a un perro. Y él, como a su amo. Por eso, se entendían bien.

 -No me gusta eso de “conmoción interior”, dijo con su voz barata y su exquisita pronunciación.

El secretario respiró profundo, a manera de alivio. Tenía clara la inconveniencia de la idea. Las cosas estaban difíciles, pero todos en la isla conocían la milenaria maldición que había caído sobre esa riquísima tierra, condenada por toda la eternidad a soportar los embates de sus nativos y ellos, a hacerla desaparecer, aunque —por más esfuerzos que hicieran— jamás lo pudieran lograr. Porque para destruir, eran increíblemente creativos.

Los pobladores habían aprendido a convivir con el castigo divino y aunque las circunstancias se presentaran extremas, por efecto del conjuro paulatinamente siempre todo regresaba a la normalidad; hasta la siguiente tormenta.

Los presuntuosos del islote, que —por decreto— únicamente podían manifestarse los sábados, comparaban la recurrente situación nacional con la del griego Sísifo, de quien juraban que había existido, a pesar de las pruebas que les esgrimían los Tercos de la nación con las cuales demostraban que era un personaje mitológico, famoso por su astucia y su habilidad para engañar, incluso a sus propios dioses.

Los Tercos solo podían manifestarse los lunes, pues era el día consagrado a la libertad de expresión, aunque —casualmente- en esa misma fecha también estaba prohibido controvertir, por una poderosísima razón: un reciente decreto indicaba que el primer día de la semana era el del descanso del gran jefe de esa tierra, donde el respeto por los demás, especialmente por él, era tomado como ejemplo en las otras latitudes.

Así que, en teoría, todos podían decir lo que quisieran y todos podían responder cuando quisieran, pero bajo un absoluto y riguroso orden del día. En otras partes del mundo envidiaban tanta tranquilidad. Y tanta sumisión. Pero todo era por la necesaria monocracia que mantenía viva la posibilidad de elegir en cada nueva votación, así fuera siempre al mismo.

Por eso, como todos estaban tan acostumbrados al respetuoso trato, a los debidos modales y a la probada benevolencia del padrecito, por eso es por lo que el secretario sabía que no resultaban necesarias las extraordinarias medidas que el viejo quería establecer. Pero, sus órdenes eran palabra de Dios.

 -Mejor pongámosle Estado de Sitio.

Sin dudarlo un instante, el secretario le respondió al paso:

 -Jefe, pero así se llamaba antes.
 
 -Por eso, jovencito, por eso. Los mejores cambios son los que se hacen para seguir igual.

Nunca hubo nadie que tomara tan malas decisiones con tan buenas maneras.

Era un verdadero placer verlo sentarse a la mesa y apreciar cómo manejaba el servicio, las tres cucharas, los tres tenedores, el de la ensalada, el del pescado y el de la carne, los tres cuchillos para lo mismo, los cubiertos del postre, la copa del agua, la del vino. Cómo los manejaba sin producir un solo sonido. Amaba el silencio y todos lo sabían. Así que, la mayoría de las veces, los comensales que invitaba preferían no comer para evitar el más mínimo ruido y quedar expuestos a los tan inclementes como elegantes castigos vocales que el viejo acostumbraba a dar. Tenía la capacidad de reducir a su mínima expresión a cualquier persona, sin decirle una sola mala palabra. Insultaba tan bonito que hasta eso era un gusto. No como los de otros países por ahí, malhablados, groseros, autoritarios, populistas, imprevisibles, no señor.

 -Firmemos ese decretico ya mismo.

 -Sí señor. Voy a traerlo.

 -Y tráigame mi pastilla.

-Sí señor, ya mismo.

Sin su medicamento no podía vivir. Era lo único que lo mantenía vital: logic era un energizante que él consideraba su particular fuente de la eterna juventud, aunque solo su estrecho círculo personal y él tenían acceso a la maravillosa droga.

A sus electores les parecía el precio justo por mantener viva la monocracia: “No importa, al menos en cuatro años puedo volver a votar”, se repetían entre los pobladores mientras se felicitaban profusamente por su magnífica elección.

Cuánta envidia me produce ese otro país.

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