Rodrigo Lara
3 Agosto 2022

Rodrigo Lara

¿Habrá Congreso sin mermelada?

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Volviendo a la discusión sobre las reformas que se han anunciado en este periodo legislativo que se inicia, no pueden faltar —como pasa cada cuatro años— las leyes que prometen acabar, de una vez por todas, con la mermelada. 

Nadie sabe a ciencia cierta qué significa exactamente la mermelada. Con cierta pereza intelectual, el término sirve para fustigar cualquier gestión presupuestal que realice un congresista por su región, la asignación de cuotas ministeriales de partidos políticos en un gobierno, como sirve también para describir actos de corrupción. Es un término que dice mucho y no dice nada, que abarca las gestiones propias de un congresista, así como sus peores actuaciones, y que incluye también lo que en otras latitudes se entiende como un gobierno de coalición.

Para entender el alcance de las reformas anunciadas, lo primero es preguntarles a los congresistas reformadores qué entienden por la eliminación de la mermelada. Si el propósito es ahondar la prohibición a los congresistas de gestionar partidas presupuestales, se abre una discusión interesante. Y que tiene que ver con los principios mismos de la representación parlamentaria en una democracia liberal. 

Uno de los hitos de la revolución norteamericana de 1775 consistió en prohibir tributos sin la aprobación de los representantes de las trece colonias, lo que llevó a las democracias modernas a establecer que los gobiernos no pueden meterle la mano al bolsillo de los ciudadanos sin aprobación previa del parlamento. De este principio deriva, naturalmente, la competencia de los parlamentos para aprobar los presupuestos de la rama ejecutiva. El gobierno propone, los representantes del pueblo y de sus regiones disponen.

En Colombia este principio se aplica a medias; es cierto que las reformas tributarias y el presupuesto son aprobados por el Congreso, pero en el fondo estamos más ante una notarización de las reformas que de una aprobación. Desde la reforma de 1968 aquí existe una dictadura tributaria y presupuestal, dado que cuando un proyecto de reforma tributaria o de presupuesto llega a la plenaria de las cámaras, las proposiciones presentadas por los congresistas solo pueden aprobarse si cuentan con el visto bueno del gobierno.

No conozco una democracia seria en el mundo en donde los congresistas sean meras figuras decorativas y no tengan nada que decir en materia presupuestal, como lo pretenden nuestras leyes. La mayoría de las democracias serias les reservan a sus congresistas ciertas partidas presupuestales para que las dirijan hacia sus regiones, sin que a nadie se le ocurra fustigar algo tan elemental. Y todo se hace por encima de la mesa.

Para hacer reformas inteligentes se debe partir de un principio práctico: parafraseando a Carlos Marx: “No hay que partir de aquello que los hombres se imaginan para comprender lo que son sino, al contrario, comprender la vida social en lo que tiene de más concreto para luego evaluar las producciones del espíritu… No hay que bajar del cielo a la tierra, es de la tierra al cielo que debemos subir. La consciencia del hombre es el producto de su vida material y en particular de las relaciones socioeconómicas que estructuran su competencia”.

Y sí. Los congresistas reformadores pueden decretar todo tipo de prohibiciones en sus leyes, pero si son contrarias a la esencia de lo que pretenden regular, a la lógica de lo que significa la labor de representación congresional o simplemente son imposibles de cumplir, esas reformas no pasarán de ser meros saludos a la bandera y abren la puerta a un vicio aun peor: la aplicación selectiva de la justicia.

Si el congresista tiene como base electoral el norte de Bogotá, pues va y viene: sus electores tienen preocupaciones posmateriales y no piden obras. Pero si el elector de un congresista tiene la necesidad de que le construyan una vía para que sus hijos no vayan al colegio por un barrial, pues eso es lo que le exigen. Si la necesidad del elector es material, su voto es por algo material y la legitimidad del congresista está supeditada a su capacidad para resolver esas necesidades.

No sigamos con más reformas hipócritas. Aquí lo que corresponde es sincerar las relaciones presupuestales entre gobierno y congreso. Es la única manera de hacerlas transparentes y de ponerles los reflectores encima para que no se roben las partidas que todos los gobiernos asignan en negociaciones subterráneas, así estén prohibidas. Y para que los gobiernos, que son los de la billetera, no arrodillen y no corrompan más de la cuenta a sus congresos.

Un principio rector del derecho consiste en que las leyes deben estar al alcance de quien es objeto de ellas. Lógica que rige incluso para la ley sagrada, como reza Dt. 30: “Porque este mandamiento que yo te prescribo hoy no es superior a tus fuerzas, ni está fuera de tu alcance. No está en el cielo como para decir: ‘¿quién subirá por nosotros al cielo y nos lo traerá, para que lo oigamos y lo pongamos en práctica?’”

En fin. Una reforma política exitosa de lucha contra la corrupción es la que no riñe con la realidad, la que no pide lo imposible de cumplir. y la que sube de la tierra al cielo y no al contrario. La que se diseña no para ángeles, sino para regular a políticos inmersos en feroces competencias electorales.

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