Jaime Honorio González
23 Abril 2022

Jaime Honorio González

Historia de amor

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Ando haciendo algo de lo que no tengo ni la menor idea: vendo libros. Por fortuna, quienes me rodean se encargan de todo. Yo apenas los firmo y —al unísono— ellos se oponen rotundamente a que me exceda en mi aporte.

Me tratan como si fuera una porcelana italiana (al menos es de las más finas) y entonces no me queda otro remedio que cruzarme de brazos y detenerme a mirarlos, a uno por uno, a la publicista, a la financista, a los de ventas, al conductor, al de logística, a la de alimentos y bebidas (mi favorita), todos trabajando como si estuvieran en periodo de prueba, todos aportando, todos a costo cero, renunciando a sus cotidianidades a sabiendas de que no habrá pago de horas extras, todos enamorados del producto, como si fuera de ellos, comportándose como los dueños de alguno de esos once capítulos, mejor dicho, como si fueran los autores de mi novela, que es una historia de amor —por supuesto con desamor incluido, como todo buen romance que se respete— medianamente retorcida, como son casi todas las historias de amor, al menos las que no se olvidan.

Sé por qué lo hacen y sin embargo me pregunto ¿por qué lo hacen? Sé la respuesta y sin embargo me respondo: por amor. Sé que es por amor y como yo también los amo me dejo llevar por los recuerdos que me asaltan con cada uno de ellos y siento una placentera sensación en cada viaje al pasado porque —generalmente— la remembranza está mediada por un momento de solidaridad, virtud a la que considero como la máxima expresión del amor, el valor que salvará a nuestra raza cuando estemos a punto de desaparecer, porque cada vez nos odiamos más y nos soportamos menos, un día que muchas veces —tristemente— no pareciera tan lejano.

Y digo que tristemente porque en estos cuatro días de mi nuevo oficio, el de vender novelitas románticas, he redescubierto nuevas formas de amor. Le vendí un libro a una pareja que solo vino de Nueva Zelanda a ver a la mamá. A mí me parece extraordinario, teniendo en cuenta que la videollamada ha lavado la conciencia de todos los que deberían sostener encuentros presenciales y no lo hacen, porque no pueden, o no quieren, o les da pereza. Incluso, visitar a la mamá.

También hablé con un papá de una niña de trece años que lee un libro semanal. El señor se iba a salir de la ropa de lo orgulloso que estaba. Me dio emoción.

Otra señora me dijo que compraba mi libro porque quería apoyar a los nuevos escritores. ¿Nuevos escritores? Pero si se notaba a leguas que yo soy más viejo que ella. Dirán algunos que fue un exceso de amabilidad. Entonces, pudiera ser que el exceso de amabilidad sea una refinada forma de amor al prójimo, ¿no?

Una persona del equipo, la financiera, que tiene una poderosa voz de mando, me saca del ensimismamiento: Jaime, ven a firmar.

Yo, el dueño del aviso, obedezco sin chistar.

Como cuando uno orgullosamente contaba que acababa de conseguir un empleo y si el confidente preguntaba qué iba a hacer en ese nuevo trabajo, resignadamente uno contestaba: Caso. Bueno, tal cual.

Por fortuna, llegaron dos quinceañeras, Marcela y Valentina, vistiendo la sudadera de su colegio, el Antonia Santos, el más grande de su pueblo, con su morral escolar en la espalda y la candidez a flor de piel, tímidamente emocionadas cuando les dijeron que el autor les firmaría el libro. Supuse que estudiaban en Bogotá.

-¿Dónde queda tu colegio?

-En Dolores.

Dudé unos segundos.

-Dolores, ¿Tolima?

-Sí señor.

Abrí los ojos.

-Eso está un poco lejos, ¿no?

-Sí, como a seis horas, o siete si hay trancón.

Es decir, siete porque siempre hay trancón.

-Y, ¿desde cuándo están en Bogotá?

-Llegamos esta mañana.

Volví a abrir los ojos. Me contaron que el bus había salido a las dos de la madrugada del parque principal de Dolores, pasó por Prado, Purificación, Espinal, Fusagasugá y —efectivamente— siete horas después, llegó a Bogotá.

-Y, ¿cuándo se devuelven?

- Esta noche.

-¿Llegaron hoy y se van esta noche? Van a llegar de madrugada.

-Sí, pero no importa, mañana es sábado.

Yo siempre buscándole un problema a cada solución.

-Y, ¿es una especie de paseo que organiza el colegio?

-Nooo. Nos ganamos el cupo porque sacamos las mejores notas en Matemáticas, Sistemas y Castellano (no es Lenguaje ni Español, es Castellano).

Llegaron en dos buses los mejores 45 estudiantes de ese colegio tolimense, desayunaron sandwich con gaseosa y salieron felices a recorrer la feria.

-¿Te ha dado muy duro el frío de Bogotá?

-Pues no tanto como la congestión. Muchos semáforos.

En alguna parte leí que en Bogotá hay cerca de 19 mil semáforos. Se me ocurre una suave burla.

-¿Acaso en Dolores no hay semáforos?

-No señor, ni uno.

Me trago solito mi chiste malo.

Díganme si esa conversación no muestra una maravillosa forma de amor, por los libros, o por el conocimiento, o por la aventura, o por lo que sea, a mí me parece que es amor del bueno, hubieran visto sus rostros, estaban radiantes, no se cambiaban por nadie, se sentían en Babel, y ahí en esos ojos adolescentes vi a mi país, el que se resiste a desaparecer, el que se niega a pelear, el que quiere vivir en paz, al que le importa un bledo si gana la izquierda o la derecha, el que solo quiere vivir tranquilo y trabajar sin temores y aprender, el que viaja 14 horas en un bus para poder asistir siete a una feria de libros y luego, de vuelta a casa, como si nada.

-¿Qué libros compraron?

-(Marcela) Pues fuera del tuyo, Boulevard, de Flor Salvador.

-Y yo (Valentina) Bailando con las estrellas, el movimiento planetario de Kepler.

15 años, le gusta leer sobre Kepler.

Díganme si no tenemos el futuro garantizado con esa clase de personas. Díganme si no es nuestra obligación exigirles a nuestros gobernantes que cumplan su palabra, construyan sobre lo construido y bajen la cabeza con cada muerto de esta guerra absurda antes que sacar el pecho porque dieron de baja a un poco de maleantes en medio de un bazar. Como reza la versión oficial.

Díganme si lo que nos falta no es un poco de amor, de amor al prójimo, un poco de dar sin querer recibir, tal vez un poco de más escuchar y menos hablar.

Se despiden. Una de ellas va a la caja a pagar mi novela. No se da cuenta que yo la sigo con la mirada mientras abre su pequeña cartera y comienza a desenrollar un par de billetes. Me parece ver a la mamá doblárselos y dárselos mientras le hace alguna recomendación y la bendice, justo antes de subirse a la flota. El verdadero amor.

Me parecía que debía contarles esto. Porque tal vez la solución no está en escoger entre los extremos que se pelean por manejar este país. Tal vez la solución no la tengan ellos. Tal vez la tengamos cada uno de nosotros, tal vez solo baste con amar un poquito más.

Como mi infinito amor por la financiera, que acaba de volverme a llamar: Jaime, ven a firmar.

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