Daniel Schwartz
16 Agosto 2022

Daniel Schwartz

Historia pública

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El nuevo gobierno abre una posibilidad para que, por fin, los historiadores sean importantes en la opinión pública. A diferencia de sus predecesores, sea para bien o para mal, Gustavo Petro utiliza el pasado como recurso retórico importantísimo; se remite, a veces con ligereza, a personajes y eventos de nuestra historia para justificar sus ideas, para justificar su discurso. 

Durante su campaña a la presidencia, en los debates con otros candidatos o en sus discursos en la plaza pública, Petro se remitió al liberalismo de mitad del siglo XX. Igualó su proyecto político -que además llamó “histórico”- con la Revolución en Marcha de López Pumarejo. Se presentó como el continuador del reformismo liberal, aquel que concibió la modernización del país de la mano de una apertura democrática y ciudadana, y cuyas ideas podrían emparejarse con “el verdadero desarrollo del capitalismo” y el discurso de justicia social de Gustavo Petro.

Pero no hubo nadie en la opinión pública -me refiero a los medios de comunicación y no a las redes sociales- que controvirtiera algunas nociones del pasado que quizá eran inexactas, o que ofreciera un contexto para que la gente pudiera hacer relaciones entre ese pasado que se contaba en la plaza pública y el presente. Faltaron explicaciones sobre qué fue la Revolución en Marcha, cómo era el reformismo liberal y qué tanto en común tienen con un proyecto progresista del siglo XXI.

La posesión presidencial abrió una oportunidad para que los historiadores fueran la voz autorizada que explique el pasado al que nos remitió la presencia de la espada de Bolívar, pero no fue así. La discusión se dio principalmente sobre lo simbólico del asunto y no sobre cuál era ese pasado que inspiró tanta simbología. Se contó la historia reciente de la espada, es decir, la relación personal del presidente electo con ella, pero poco o nada sobre la historia del objeto: cuándo y dónde la usó Bolívar, qué hizo con ella, si era esta la espada que usó en el campo de batalla, por qué una espada era importante para un hombre militar del siglo XIX, por qué la tiene Colombia y no Venezuela o Ecuador. En fin. Ninguna de esas preguntas sencillas pero reveladoras tuvieron espacio en la prensa.

Pienso que el problema no está simplemente en el desinterés de los medios por la historia. Los historiadores son, entre los profesionales de las humanidades (o de las ciencias sociales, como prefieran), quizá los más alejados de la opinión pública, y esto no se da porque no los busquen, sino porque ellos no han sabido ser atractivos para la prensa. Porque sí hacen falta, sobre todo para clarificar sentencias y conceptos ligeros que se emiten a diario sobre el pasado, y más ahora, cuando muchas de esas sentencias las hará el oficialismo. Eso de endilgarle al pasado características que no tiene, como por ejemplo llamar “medieval” cualquier cosa que nos parece goda y reaccionaria, o eso de creer que nuestra época es novedosa por cosas que ya existían antes -como por ejemplo las “fake news”, que no son propias de “nuestra era” y que siempre han existido en el mundo del periodismo- hablan de la fuerte desconexión que existe entre los historiadores y el grueso de la sociedad.

La academia suele estar muy alejada de lo que la gente quiere leer y aprender. Muchas investigaciones sofisticadas no tienen lectores por fuera del recinto universitario, no solo porque tratan temas que no le interesan a nadie, sino porque no están concebidas para que circulen masivamente. Eso no necesariamente está mal, pues los académicos tienen el derecho de investigar y  escribir sobre lo que quieran y como quieran, pero persiste la distancia entre la producción académica de los historiadores y el deseo que muchos de ellos tienen de transformar el mundo con sus hallazgos y publicaciones.

En el mundo de los historiadores hay dos categorías opuestas que me parecen profundamente antipáticas: están los investigadores, aquellos que “crean pensamiento”, y los divulgadores, que vendrían a ser los pregoneros que leen en voz alta al pueblo inculto aquello que debe saber, es decir, el conocimiento que crean otros. 

Esa diferenciación se ha convertido, a mi juicio, en una escala de valor que explica la presencia de muchos historiadores en la academia y muy pocos en el debate público, y explica también la creencia de que si se pertenece a la academia no se puede estar en el debate público porque se pierde categoría. En muchos casos, la fuerte carga laboral que tienen los investigadores les impide tener tiempo para realizar otras labores. Sin embargo, ambas actividades son complementarias y no debe existir la una sin la otra. Un investigador se apoya irremediablemente en los trabajos de otros investigadores y en su propia producción académica divulga los aportes de sus antecesores. Debe, además, divulgar su propio trabajo, aspecto en el que la academia aún cojea. Por otro lado, el “divulgador” también investiga, crea conexiones novedosas entre distintas disciplinas de estudio, crea pensamiento y narra al público sus hallazgos.

Me atrevo a decir que el hecho de que haya diferencias entre uno y otro es también un problema de elitismo en la academia. Ambos investigan y divulgan; la diferencia, que es la razón por la que llaman investigadores a unos y divulgadores a otros, está en el público al cual dirigen su trabajo: parece que algunos académicos contemporáneos siguen viviendo en los tiempos de los pensadores del siglo XVIII y no les interesa que sus hallazgos lleguen al vulgo, de manera que menosprecian (o envidian, quizá) al que llaman “divulgador”.

Una forma de hacer el quite al menospreciado calificativo de “divulgador” y que ha tomado mucha fuerza en el presente es la disciplina de la historia pública. Es una corriente de la historia que utiliza las herramientas académicas para relacionar el pensamiento histórico con un público amplio, que, en vez de ser un simple receptor, se convierte en un agente que crea y construye conocimiento junto con el historiador.

En 2016, luego de la inesperada derrota del “Sí” en el plebiscito sobre los acuerdos de paz, tres profesoras de la Universidad de los Andes comprendieron que tocaba llevar la historia al espacio público. Así nació Clase a la Calle, que junto a otros dos proyectos de historia pública, hace parte del colectivo Historias para lo que viene. El proyecto consiste no solo en llevar el aula a las calles, sino también en construir nuevas formas de llegar al conocimiento que además contribuyan a la construcción de ciudadanía y a la apropiación de lo público. El proyecto perdió fuerza luego de la pandemia, pero ahí sigue. Sería interesante que recupere la importancia que tuvo y que -por qué no- pueda ser respaldado por el Ministerio de Educación del gobierno histórico.

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