
Las tías Etka y Anya fueron, para la segunda y tercera generación de mi familia paterna, el primer contacto que tuvieron con el Holocausto. Desde muy pequeños y sin tener muy claro qué había sido el Holocausto, mi padre y sus hermanos ya sabían que esas dos señoras eran sobrevivientes. Yo no tuve la fortuna de crecer a su lado. Para mí, ellas eran un mito familiar. Siempre supe que tenía parientes que sobrevivieron al exterminio, pero las tías Etka y Anya, más allá de una foto de mi primer cumpleaños en la que me están cargando, no eran más que dos nombres raros. Mi tío Marco cuenta que de niño buscaba con curiosidad algún gesto en sus rostros que diera muestras de la tragedia, pero al final siempre se encontraba con los ademanes de dos mujeres dulces, cariñosas y prestas a celebrar en familia. Advierte, sin embargo, que había tristeza en sus miradas. En su ingenuidad infantil, era incapaz de ver que esas miradas afligidas eran la manifestación de un cúmulo de atrocidades padecidas.
Para el historiador francés Pierre Nora, la historia y la memoria son términos prácticamente opuestos. La memoria es la vida, es el pasado que se refleja en el presente, está en constante transformación y abierta a la dialéctica del recuerdo. La historia, por el contrario, es la reconstrucción (incompleta) de todo aquello que ya no es. Mientras la memoria actúa sobre los lazos y afectos que viven en el presente, la historia no es más que una representación del pasado. La memoria carga con afectos emocionales, la historia busca racionalidad y rigurosidad. La memoria convierte el recuerdo en algo sagrado, la historia lo “desaloja”. Existen tantas memorias como existen grupos e individuos, es un fluido que puede ir de lo plural a lo individual. La historia es de todos y de nadie, piensa en líneas de tiempo, estructuras y evoluciones. La memoria está en todas partes, es el espacio, el gesto, la imagen. Es la tristeza en la mirada de las tías Etka y Anya.
Cuando las fuerzas aliadas liberaron los campos de concentración, las dos hermanas, que habían perdido al resto de su familia en Auschwitz, se acordaron que el tío Mendel, el hermano de su padre, había emigrado a Colombia. Luego de contactarlo y de hacer todos los trámites, Mendel las trajo a Barranquilla, donde intentaron rehacer sus vidas. Anya llegó a Colombia casada con un hombre que había perdido a su esposa e hijos en los campos. Etka encontró el amor de Zeilig, con quien se radicó en Bogotá y tuvo tres hijos. Anya no dejó descendencia debido a los experimentos a los que fue sometida en Auschwitz. Sus restos, junto a los de su marido, reposan en el cementerio judío de Miami.
Por mucho que intentaran rehacer sus vidas, el pasado habitaba en ellas emocional y físicamente. La memoria, según Nora, es selectiva, se alimenta de recuerdos vagos y puede ser transformada. ¿Qué pasa cuando la memoria habita no solo en los recuerdos particulares o simbólicos sino en el propio cuerpo? Anya y Etka tenían el antebrazo tatuado, sus nombres fueron reemplazados por números. La carga física de sus recuerdos era imborrable.
Recuerdo haber leído un cómic sobre la historia de Isaac, exintegrante de la Mara 18, una de las pandillas más violentas de Honduras y Centroamérica. Isaac logró huir y desde ese momento dedicó su talento como tatuador a darles nuevas formas a los tatuajes de los desertores. El “18” en sus pechos se convertía en un barco pirata. Quería que los exintegrantes de la Mara olvidaran su oscuro pasado, que la memoria del sufrimiento no los persiguiera, que pudieran borrar la marca. No sé si a Etka o Anya habrían pensado en hacer algo parecido.
Similar a lo que escribió Mircea Elíade en El mito del eterno retorno, Pierre Nora establece la existencia de dos formas de pensar la memoria, una “primitiva” y otra “moderna”. Según él, con la llegada de la modernidad hubo una especie de “mutilación” de la memoria. Explica Nora que en las sociedades campesinas existía una relación entre colectividad y memoria. La memoria, que era atemporal y cíclica, daba orden y cohesión a la comunidad. Era “dictatorial, inconsciente de ella misma, organizadora y todopoderosa”. Con el cambio en las maneras de percibir el tiempo que trajo la modernidad (la modernidad se podría definir así, como una nueva forma de percibir el tiempo), esa visión de la memoria desaparece y es reemplazada por la historicidad, mutilación sin retorno que puso fin a las sociedades-memoria. La historia representa el cambio, la evolución lineal de las sociedades, la muerte sistemática de la memoria: “Lo que el fenómeno acaba de revelarnos brutalmente es toda la distancia entre la memoria verdadera, social e intocada, la de las sociedades llamadas primitivas o arcaicas que representaron el modelo y se llevaron el secreto, y la historia, que es lo que hacen del pasado nuestras sociedades, llevadas por el cambio, condenadas al olvido”. Esa memoria sin pasado y eterna que habitaba en los gestos, las miradas, los ademanes y las palabras, fue reemplazada por la historia, que quiere explicarse por sí misma, justificar su propia existencia. La historia busca rescatar una memoria condenada a desaparecer, se aferra a ella, pero la distorsiona, le quita su lugar sagrado de unificación de la sociedad. Nos sigue diciendo Nora que hay una gran diferencia entre la memoria verdadera, hoy refugiada en el gesto y la costumbre, “en los oficios en los que se transmite el saber del silencio, en el saber del cuerpo, las memorias de impregnación y en el saber reflejo, y la memoria transformada por su paso en historia, que es casi lo contrario, voluntaria y deliberada, vivida como un deber y ya no espontánea”.
Mi madre no es judía y no se convirtió al judaísmo, pero siempre quiso aprender sobre judaísmo y la historia familiar. Me alentó a ser judío y a cargar con el peso de una historia trágica. Me contó que muchas veces, cuando era pequeño, visitábamos a la tía Etka en su modesto apartamento de la calle 100, donde nos ofrecía té y galletas. Mi mamá la describe como una señora guapa y dulce, a su esposo Zeilig como un hombre cariñoso y tranquilo. Eran buenos conversadores, pero en más de una ocasión, Etka rompía en llanto. El ambiente se enrarecía y todos respetaban su llanto haciendo silencio. Zeilig se ponía nervioso, no tanto por el qué dirá la visita sino porque después de una vida junto a ella, aún no sabía cómo reaccionar a la situación. Una vez más, el pasado encontraba su lugar en el presente de Etka.
Hace un tiempo, mientras hacíamos disección de las historias familiares, buscando memorias de las dos tías, mi padre contó una anécdota que yo no conocía: Cuando murió Mendel, abuelo de mi padre y tío de Etka, se encontraron los dos para volar juntos al entierro en Barranquilla. Fue la única vez en que mi padre estuvo verdaderamente solo con la tía Etka. Tenían prisa y ella estaba nerviosa porque la fila en el mostrador de la aerolínea era larga y no avanzaba. De pronto agarró a mi padre del brazo, lo arrastró con fuerza, saltaron la fila para pasar directamente al mostrador. “Ya me obligaron a hacer muchas filas en mi vida, ya no más”, dijo Etka con rabia.
He traído a esta columna estos recuerdos familiares porque me ayudan a ilustrar mi opinión sobre el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), su naturaleza y los manoseos a los que ha sido sometido. Mi opinión no es nueva ni novedosa, pero como la memoria es individual o colectiva –no pública, como sí lo es la historia–, tenía sentido escribir desde mi experiencia familiar. “Memoria Histórica” es un concepto que sigue dando tumbos en mi cabeza, pues me cuesta juntar dos conceptos que conozco como opuestos.
Leí hace poco una frase de Tony Judt, historiador británico, que describe mejor los riesgos de memorializar la historia:
“Yo creo profundamente en la diferencia entre la historia y la memoria; permitir que la memoria sustituya a la historia es peligroso. Mientras que la historia adopta necesariamente la forma de un registro, continuamente reescrito y revaluado a la luz de evidencias antiguas y nuevas, la memoria se asocia a unos propósitos públicos, no intelectuales: un parque temático, un memorial, un museo, un edificio, un programa de televisión, un acontecimiento, un día, una bandera. Estas manifestaciones mnemónicas del pasado son inevitablemente parciales, insuficientes, selectivas; los encargados de elaborarlas se ven antes o después obligados a contar verdades a medias o incluso mentiras descaradas, a veces con la mejor de las intenciones, otras veces no. En todo caso, no pueden sustituir a la historia”, escribe Judt.
Pienso, como Judt, que son inherentes al discurso de una memoria nacional el manoseo y la ideologización. La memoria no busca ser unívoca, tampoco un consenso. Es un relato, y el relato depende de quién lo cuenta. Difícil entonces que no haya personajes como Darío Acevedo al mando del CNMH, un claro negacionista del conflicto que, con sevicia, privilegió un lado por sobre otro. Es riesgoso, siempre lo será, que un centro nacional de memoria busque algo que la memoria no puede hacer. Puede ser que yo no esté entendiendo correctamente el concepto que junta memoria e historia, pero me aventuro a decir que el CNMH es una institución que permite a la ideología de turno en el poder, cobijada en la máxima de las “múltiples verdades” y “las narrativas”, hacer con el pasado lo que le plazca. Quizá lo que busca la memoria histórica es conciliar esas dos formas de pensar el pasado que nombra Nora, esa que es arcaica y primitiva, con la nuestra, la moderna. Una forma de reconocer que pueden habitar opuestos, y que esos opuestos componen cierta identidad nacional.
De todas formas, espero que la próxima persona al frente de esta institución –que a pesar de los cuestionamientos considero importante y necesaria– sea, a diferencia del director saliente, un profesional honesto que privilegie la verdad por sobre todas las cosas, que respete a las víctimas y al país.
