Daniel Schwartz
6 Septiembre 2022

Daniel Schwartz

Inventar el pasado

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La opinión pública colombiana tiene la costumbre de convertir cualquier cosa en un debate trascendental. La propuesta de convertir el oratorio católico del aeropuerto El Dorado en uno para todos los credos, de “culto y reflexión neutral”, enardeció a algunos sectores cristianos, quienes a los pocos días después del anuncio llevaron al aeropuerto sus rosarios y rezaron en señal de protesta. Digo que el debate es intrascendente porque, como miembro de una muy pequeña minoría religiosa, me da igual si tengo o no un lugar para rezar en el aeropuerto de Bogotá. Imagino que lo mismo pensarán los cinco hindúes o los dos bahaíes que visitan cada año nuestro aeropuerto, que no es precisamente el de una metrópoli cosmopolita que alberga todas las religiones, dialectos y culturas. Si me preguntan, lo del oratorio “plural” es la consecuencia de una falsa modestia, quizá más ofensiva que la existencia misma del oratorio cristiano en el aeropuerto.


Ofensiva porque, si fuera más religioso de lo que soy, no querría rezar al lado de un grupo evangélico o de un musulmán exclamando un takbir; estoy seguro de que ellos tampoco querrían rezar a mi lado, por la sencilla razón de que el espacio del rezo no es igual en todas las religiones (algunas religiones rezan frente a ciertas imágenes, otras no le rezan a ninguna), y sería hasta cómico ver un popurrí de objetos y pinturas sagradas de todas y cada una de las religiones.

Puede parecer intrascendente, pero las reacciones no solo de los sectores cristianos, sino de muchos opinadores y defensores del laicismo, permiten ahora un debate mucho más interesante. En redes sociales mucha gente criticó y se burló (no los culpo) del plantón cristiano, algunos con buenos argumentos y otros llevados más por el prejuicio que por la razón. En varios comentarios leí la crítica, errada pero bastante común, de que esta protesta era el reflejo de un pensamiento medieval, y como soy historiador, quiero aportar algunos puntos al respecto en esta columna.


No existe una época más despreciada que la Edad Media, y su defensa, ya de vieja data en los debates historiográficos, aún no encuentra un lugar digno en el debate público. La Edad Media, como todo el pasado, es una invención: no es que la gente en la Edad Media se llamara a sí misma “medieval”, así como la gente del año 3 d.C. no sabía que vivía, precisamente, en el año 3. El pasado siempre tiene un tiempo y un lugar; el pasado se imagina –ojalá de manera informada– en momentos precisos y a causa de ciertas necesidades, sobre todo para justificar la forma de vivir y de pensar en el presente. La Edad Media es, pues, un discurso que permitió justificar un cambio de paradigma: primero el de La Ilustración, que supone el abandono de la fe y el arraigo incondicional a la razón, la evidencia, y hacer del hombre su propio centro. Segundo, el paradigma de la modernidad, las instituciones y los estados nacionales.


El nacimiento de los Estados/Nación no solo permitió la creación de un nuevo presente y un nuevo futuro, también fue la invención de un pasado para justificar su propia existencia. Los creadores de los estados nacionales encontraron en el Imperio Romano, y por consiguiente en la antigua Grecia, ese pasado glorioso que legitima la grandeza republicana: de ahí viene la adopción del gorro frigio como símbolo de libertad, por ejemplo, que aparece también en el escudo de Colombia. ¿Qué ocurrió entonces en el ínterin entre el Imperio Romano y las repúblicas modernas? Nada, una era de vacío y oscuridad, de dudas que no se volvían preguntas, de gente miedosa y contenida, de monarcas incultos y retardatarios. Así, la modernidad pudo desmarcarse de ese pasado inmediato para poder brillar.


Los museos, entre otras cosas, fueron por excelencia el gran espacio en el que las naciones modernas enaltecieron su propia cultura. Se convirtieron no solo en la representación del triunfo sobre otras civilizaciones en otras latitudes, sino del triunfo sobre el pasado, su dominio sobre lo que ya ocurrió y jamás volverá a ocurrir. Los museos fueron la contención del pasado en cuatro paredes, allí se exhibieron las obras maestras del mundo antiguo y las del presente, nunca las de la Edad Media, de la que poco o nada merecía un espacio.


En el argot popular llamamos medieval todo aquello que consideramos retardatario, atávico, incluso fascista. Pero siempre, o casi siempre, esas acciones que llamamos medievales son en realidad acciones modernas: porque lo moderno consiste precisamente en la construcción de un “otro” distinto a nosotros y que puede ser una amenaza, es la persecución de quien es diferente y no su celebración. Es la búsqueda de consensos e identidades nacionales para excluir todo aquello que no cuadra. La modernidad es pensar al extranjero como un problema, quizá el gran problema al que se han enfrentado los estados nacionales. Como ejemplo, es común la teoría de que La Inquisición, referente de exclusión y unicidad, fue la primera gran institución de la modernidad, que poco tiene que ver con el pensamiento medieval.


Dejar de usar el término “medieval” para referirnos a todo lo que nos parece de otra época no debería hacerse por corrección política o por simple cortesía (no hay ningún medieval que pueda ofenderse), sino porque nubla nuestro pensamiento y nos impide aprender sobre una época que tiene mucho por enseñarnos, una época que fue también de innovación intelectual, artística y espiritual, una época en la que también se imaginó libremente y con mucha elocuencia, una época diversa, de grandes debates, de religiones disímiles y complementarias que, a diferencia de nuestra época moderna, convivían mejor.


En Colombia también somos profesionales en repetir prejuicios y verdades a medias sobre nuestra historia: hemos hecho común la pregunta tendenciosa “¿Independencia de qué?”, como si la Independencia hubiera sido un simple cambio de nombres y apellidos. También es común, incluso en las más altas esferas del nuevo poder, decir que Colombia es un país feudal, lo cual no es cierto.


Recuerdo ahora el excelente libro de Lina del Castillo, historiadora colombiana, sobre cómo los círculos intelectuales y científicos latinoamericanos del siglo XIX crearon, al igual que los ilustrados de Europa con la Edad Media, un legado colonial poco agraciado sobre el cual cimentar la grandeza de las repúblicas americanas. La invención republicana del legado colonial, cuya lectura recomiendo, cuestiona también esa idea de que aquí nunca hubo una verdadera independencia y que siempre hemos sido una región de ideas importadas. Lina del Castillo expone detalladamente y con elocuencia que aquí sí existió –y por supuesto que sigue existiendo– un pensamiento propio, una ciencia autónoma y una intelectualidad pujante.

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