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Mi Supermán medía 1.93. El de ahora, 1.85. El colombiano, 1.74.

Cristopher Reeve, el hombre de acero de mi época, pesaba casi 99 kilos. Henry Cavill, el de ahora, 93. El colombiano, 66.

El de antes rayaba en la perfección. Era “más rápido que una bala, más poderoso que una locomotora, capaz de saltar el edificio más alto de un solo impulso”, como lo decían en la presentación del programa de los años ochenta que —de tanto verla— terminé memorizándola.

El de ahora es un poquito más turbulento, más oscuro, menos perfecto, con debilidades, además de la tradicional kriptonita. En últimas, más humano. Hay cosas que no cambian.

El colombiano se acaba de gastar sus ahorros financiando el sueño de toda su vida: hacer este Ironman, no cualquier Ironman, este, el papá de los Ironman, el que todo triatlonista de superior nivel quiere nadar, montar y correr; no ganarlo porque sabe que es imposible, hacerlo es suficiente, terminarlo es apoteósico.

Así que lo diré de una buena vez. Con esa estatura, ese peso y esos recursos, con su mujer y sus nenitas como única barra y —además— a la edad que tiene, Andrés Felipe Castillo es, de lejos, el Ironman colombiano, Ironman traducido al español como hombre de acero, como Reeve o Cavill.

Sí, ya sé que iron traduce hierro. Pero, escriban en el traductor de su teléfono `Ironman´ y verán lo que les arroja. Así que, para efectos del texto, lo interpretaré de esa forma.

Quise contar su historia porque vi una foto de él en plena competencia, donde aparecía con su rostro descompuesto, luchando solo contra el mundo, muy lejos de su país al que varias veces representó como atleta profesional, aunque en esta ocasión lo hacía como corredor aficionado de una terrible prueba que terminaron 4.694 atletas de todo el mundo y donde él quedó de 65 en la clasificación general (o sea, de 65 entre casi 5.000), de 22 entre los aficionados y de sexto entre 547 de su categoría, la de 40 a 44 años.

Miren estos números: nadó 3.800 metros en un poquito más de 51 minutos, eso es casi una hora braceando a mar abierto y aunque salió entre los primeros, confieso que me cansé de solo imaginarlo; luego se montó a la bicicleta y rodó 180 kilómetros en 4 horas y 43 minutos; y para rematar, corrió una maratón completa, 42 kilómetros y 195 metros, durante 3 horas y 13 minutos. Total: 8 horas, 53 minutos y 11 segundos, nuevo récord nacional para la distancia, mejorándolo en 14 minutos. Monstruo.

También hay que decir que Castillo era el más viejo de los 24 colombianos que participaron (cumplió 40 dos días antes de que comenzara la prueba), que la temperatura osciló entre 32 y 34 grados, muy caliente, y que había mucho viento y mucha humedad. 

Supongo que una hazaña deportiva como esta no fue noticia en Colombia porque no quedó de primero. Y digo hazaña porque no creo que haya muchos colombianos capaces siquiera de terminar el campeonato mundial de Ironman, que se realiza cada año en Kona, el lado oeste de la isla de Hawaii, casi nueve horas bajo el sol.

Además, nuestras redacciones deportivas —en su mayoría— están dedicadas a buscar clics por cuenta de James mientras hacen la cuenta regresiva de Catar y pasan de largo la infamia de ese país contra sus mujeres, sus opositores, sus homosexuales y los más de 6.500 obreros muertos durante la construcción de ocho estadios que jamás, lean bien, jamás volverán a llenarse de hinchas de fútbol. Pero no nos desviemos.

Kona lo corren 100 profesionales entre hombres y mujeres, nivel en el que no hay representantes de nuestro país desde hace 25 años. “Hace 35 años, mi papá me metió a cursos de natación y luego me dijo que si también quería hacer ciclismo. Y ahí empecé, hice mi primer triatlón en Arrayanes, 50 metros de natación, dos y medio kilómetros de ciclismo y menos de un kilómetro corriendo. Quedé tercero en la categoría de ocho años”.

La semana pasada, Andrés iba de quinto y solo pensaba en lo cerca que estaba de lograr el podio mientras soportaba estoico el dolor que le quemaban sus brazos y sus piernas, pero, faltando un kilómetro un rival lo sobrepasó y le quitó esa dicha. En todo caso, fue el mejor latino entre los aficionados y el segundo entre los cinco mil. Nada mal.

“La inscripción me costó cinco millones. Desde pequeño yo siempre escuché Kona, me acuerdo de que cuando llegaba la revista Triathlete, la vendían solo en el aeropuerto (El Dorado) o en la Librería Francesa y tocaba correr a buscarla porque llegaban por ahí dos o tres ejemplares, máximo”.

Andrés fue el seleccionador nacional de esta disciplina hasta enero pasado cuando decidió retirarse por diferencias con los directivos en el manejo de los equipos, el karma de casi todos los deportes en nuestro país. Ahora está dedicado a Tempo, su propio equipo de triatletas.

Cuando acabó ese suplicio, había consumido cerca de tres mil calorías durante la carrera, tomado casi seis litros de líquido y aun así perdido tres kilos en nueve horas, casi seis gramos por minuto, una completa locura. De todas formas, estaba feliz por cumplir su sueño, pero hay que decirlo, no pudo descansar de lo cansado que quedó.

Demasiada disciplina, demasiado tesón, demasiado atleta, un verdadero Ironman, un hombre de acero, mejor, un Supermán, nuestro Supermán.

Saldré a caminar.

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