Jaime Honorio González
18 Febrero 2022

Jaime Honorio González

Juego de niños

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No sé si usted está conmocionado con esa terrible historia del niño de apenas 12 años que se suicidó en un pueblito del estado de Utah, en Estados Unidos, agobiado por el bullying del que estaba siendo víctima en su colegio.

Yo sí, y mucho.

Y he estado pensando sobre el porqué de esta infinita tristeza que me embarga, si no es una historia nueva, si no es un fenómeno que recién aparece, si no es la primera vez que sucede, si es un argumento casi fijo en la tele juvenil, o en Hollywood, hasta que llego a mi vida actual y me doy cuenta del paralizante miedo que me produce pensar que mi hijo, que más o menos tiene esa edad, pueda ser víctima de ese silencioso enemigo que acecha los colegios. O victimario.

Tengo claro que en el mundo de los adultos también hay bullying, en la universidad, en el trabajo, en la oficina, en la empresa, en la calle, en el estadio, en la milicia, en mil partes. Pero, no me importa ahora. Los adultos tienen más posibilidades de defenderse. O de encontrar una solución.

Sé que las mujeres lo padecen de forma más cruel. Sé que es una práctica común en los grupos de amigos. Sé que las redes sociales han disparado los casos y las formas de ejecutarlo. Sé que la impunidad en el tema es casi total. Pero nada de eso me importa ahora.

Solo me importan ahora el bullying en el colegio y el miedo que me paraliza, y mientras intento reaccionar me acuerdo de Vanegas, en octavo, a quien tuve que resolverle los exámenes de Geografía Universal como pago por su protección porque Uribe y un pelirrizado del que no recuerdo su nombre, me tenían de trompo de poner en el salón.

Y antes de que digan alguna bobada, los apellidos son reales, no hay asterisco al final del texto advirtiendo que cambié los nombres para proteger su identidad. Esos dos eran los gigantes del equipo de baloncesto de ese colegio que cuelga del cerro de mi ciudad, y yo siempre fui el de menor estatura en cada curso del bachillerato.

El niño de Utah se llamaba Drayke, un mono divino con un par de ojos azules grandísimo, ‘ferozmente amado’ como lo escribiera su mamá, que unos días antes había llegado a casa con el ojo morado por cuenta de su agresor.

¿Qué habrá pasado por su cabecita? ¿En qué momento tomó esa decisión? ¿Cómo fue que no encontró otro camino? ¿Por qué no le habrá dicho a su papá? ¿Habrá existido alguna forma de evitar ese abuso? ¿De detenerlo? ¿De acabarlo?

Y mientras leo sobre el tema me da más miedo porque encuentro que la escuela ya había suspendido alguna vez al verdugo, que los papás le habían dicho que si tenía problemas hablara con ellos, que incluso tocaron el tema del suicidio y que el niño se molestó con la sola insinuación.

No hay forma de que ellos estén seguros. Podría estarnos pasando y no darnos cuenta. El terror me domina.

¿Y el agresor? ¿Estará consciente de lo que hizo? ¿Se agarrará a dos manos la cabeza? ¿Volverá a acosar a alguno por ahí? ¿En alguna ocasión habrá sido víctima? ¿Entenderá lo que pasó?

Al año siguiente, yo seguía siendo el más pequeño del curso, solo que ahora en colegio público; estábamos en noveno. Meneses me tomó por el cuello y me llevó contra el tablero del salón de clase, que —en esa época— era una de aquellas pizarras de color verde, que se rayaban con tizas de cal y que en la parte inferior tenían un recogedor del polvillo que se generaba al escribir, donde también estaba el borrador, y que algunos profesores utilizaban como ceniceros durante las clases. Porque antes se podía fumar en los salones de clase.

Como decía, Meneses me tomó por el cuello y me apretó con sus grandes brazos de adolescente mayor, tanto que alcancé a sentir cómo mis pies se despegaban del piso. Empecé a quedarme sin aire.

Recuerdo que lloré pero las lágrimas casi no salieron, por fortuna; hubiese sido peor la humillación. Fueron cinco o diez segundos, no fue más. Aunque tampoco menos. Hasta que apareció Vivas, el profesor de Biología, que no se dio cuenta de lo que estaba pasando pero me salvó. Literal.

En esos años odiaba mi nombre, cada nuevo saludo en el colegio iba acompañado de una burla, de un apodo, de un juego de palabras, de una deformación. Lo sufrí en silencio y ahora me da risa. Especialmente desde que una vez llegó una solicitud a mi oficina de jefe de redacción dirigida a Jaime Osorio. Me llamo Jaime Honorio.

Pienso en Drayke. ¿Cómo se estarán sintiendo sus papás? Vacíos. ¿Se debatirán entre la rabia, la culpa, la resignación? Seguramente mucho dolor. ¿Repasarán una y otra vez situaciones y palabras y actitudes y concluirán que algo más pudieron haber hecho? Ojalá que no. Y, al final, ¿se refugiarán en los recuerdos de su niño? Llorarán.

No les daré consejos sobre cómo tratar a sus hijos. No pontificaré sobre las formas de enfrentar el bullying. No le desearé lo mismo a los victimarios. Tengo suficiente con mis temores.

Solo les diré a los matoncitos de aquí y de allá, a los míos y a los suyos, a esos que tantas horas amargas han causado a niños en todo el mundo, que una disculpa vendría bien, un no sabía lo que hacía, un por favor perdóneme, un realmente me arrepiento de lo que hice.

Lo que me pasó a mí no fue nada. Pero escribirlo me ayuda a enfrentar el miedo de que ese fantasma ronde por mi casa.

El bullying no es una broma pesada, no es una chanza pachuna, no es una vaina de chinos, no es cosa de pelaos. El bullying no es un juego de niños. El bullying está ahí, listo para atacar, para lastimar, para matar. Para robarse nuestros más preciados tesoros.

Sobre mi cadáver.

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