Lo que escribo hoy no es noticia, pero debería serlo todos los días de nuestra vida hasta que la situación cambie, hasta que le ganemos el pulso a la indiferencia que está matando al Amazonas y condenando nuestra existencia en esta tierra.
Los ecos del discurso del presidente Gustavo Petro en Nueva York, después de su inédita alocución frente a la asamblea de las Naciones Unidas desataron una tormenta de posiciones políticas en contra y en defensa de lo propuesto. Periódicos de todo el mundo publicaron titulares en letras de molde con la palabra Amazonas en sus primeras páginas, y me dio la impresión, por lo pobre de la discusión posterior, que el Amazonas había perdido su significado en nuestra sociedad global, que cada día es vencida por el carácter inhumano que estamos imprimiendo a nuestra vida.
Fue tan estéril la discusión, que todos olvidaron en medio de posiciones ideológicas el objeto real de la misma: EL AMAZONAS.
Los invito a construir una nueva mitología de bolsillo para entender rápidamente el problema y así la palabra objeto real de la discusión, de pronto, casi por arte de magia, vuelva a tener sentido para todos.
El padre de la selva amazónica es el desierto del Sahara. Lejano e infernal; deja que sus granos dorados sean robados por el viento, ese otro dios que sopla la vida y la muerte en la tierra y que, con su noria de tormenta, empuja a través del océano Atlántico toneladas de arena que viajando en la corriente precisa, llegan justo a la selva suramericana. 27.000 toneladas de polvo al año son el perfecto fertilizante para que la selva nazca, se reproduzca y crezca como la conocemos. En la jungla hay diez veces más oxígeno que el que necesita la humanidad para sobrevivir y lo consume todo para crear vida y lo más importante: AGUA; ese líquido precioso que el dios sol acaricia con su mirada de fuego; para elevarla por encima del doncel de los árboles y convertirla en río aéreo, que en su curso imaginado, viaja hacia el norte para estrellarse con los poderosos Andes y caer en forma de lluvia como lo solía hacer Zeus en tiempos inmemoriales; y así inundar las cuencas de los ríos que bañan América, trayendo vida a todos nosotros.
Para quienes lo han olvidado: el Amazonas es la madre de la vida que usted disfruta hoy; sin la selva no hay agua y sin agua no hay vida. Más crudo; si siguen quemando el Amazonas para sembrar coca, usted amigo lector va a perder su vida en un parpadeo, usted y toda su descendencia; y no va a importar cuál sea su ideología, qué partido defienda o con quién esté de acuerdo. No va a importar si está a favor del capitalismo o no, si es oposición o partido de gobierno. No va a importar que se sienta un buen hombre o una buena mujer por sus convicciones; simplemente va a estar muerto sin haberle dejado un mejor mundo a sus hijos que son su entraña, su propia vida; el sueño de pervivir en este mundo.
Siglos atrás, relató don Juan de Castellanos en sus crónicas, el alucinante viaje del conquistador Lope de Aguirre y de algunos otros más; que, en búsqueda del Dorado, descubrieron la selva y la llamaron Amazonas; inspirados en las mujeres guerreras que casi cobran sus vidas en esa aventura.
Aguirre, sabiendo el tamaño de su descubrimiento, alcanzó a escribirle a Felipe II que se separaba de la corona y que de ahí en adelante todo lo conquistado sería suyo, hasta donde le alcanzara la vista, porque él, a diferencia del monarca de sillón, sí sabía lo que era la gloria. Al final y de manera profética, firmó. “Yo soy Aguirre, la ira de Dios y donde yo piso, no volverá a crecer la hierba”.
Cuántos Aguirres hoy nos están quitando la esperanza de vida, mientras discutimos pendejadas en Twitter, esa red digital imaginaria que simula la naturaleza viva que nos estamos despachando. La selva hay que salvarla y punto. Lo diga el presidente o lo contradiga la oposición o quien sea. Esta no es una discusión menor y mucho menos ideológica, esta es una discusión por la vida y quiéranlo o no, si pasa por las decisiones que hay que tomar en cuanto a la guerra contra las drogas y la política global para afrontarla.
Años atrás un hombre que hoy todos han olvidado, cruzó a nado el Magdalena para salvarlo y luego otro tanto del río Amazonas con el mismo objetivo; denunciar la contaminación, la pobreza y el odio hacia nosotros mismos por matar lo que nos da la vida. Ese hombre es Kapax. Hace un par de años estuvo sentado en el sofá de mi casa. Una ministra de medio ambiente le había confiscado su fiel y amada compañera, una boa enorme que velaba por él. Se la quitó dizque para salvarla y la mandó a un refugio animal donde murió al poco tiempo o desapareció o se la comieron. Esa es la forma civilizada como entendemos la selva.
Kapax hoy vive de milagro. Cuando fue nuestro propio Tarzán, único en el mundo, películas y fotonovelas, narraban sus historias, fotos con todos los presidentes, homenajes; y siempre con el mismo mensaje: hay que salvar la madre tierra, hay que salvar la Amazonía. Hoy a todos les parecerá igual de increíble e inservible su imagen, tanto como el discurso del presidente en la ONU.
Cuando se sentó en mi casa, con la mirada aguada y su cuerpo fuerte doblado por el tiempo, sentí que la selva me llamaba tras sus ojos, pidiendo auxilio. Kapax no puede solo, tenemos que ayudarlo. No salvar el Amazonas es condenar la vida. El tiempo corre: ¿Qué va a hacer usted?