Rodrigo Lara
16 Noviembre 2022

Rodrigo Lara

La ciudad del “no se puede”

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El cambio más importante que necesita Bogotá es cancelar la cultura del “no se puede”. Para sectores de la política tradicional, cualquier obra importante resulta muy difícil o imposible de realizar, o simplemente sale demasiado costosa. Incluso el solo hecho de proponerla o soñarla termina siendo para algunos analistas, sin evidencia ni soporte alguno, un irresponsable acto de “politiquería” porque en Bogotá estaríamos condenados a que nada importante se pueda hacer.

En Medellín y Barranquilla esa predisposición no existe. En esas dos ciudades los proyectos se sueñan, se planean y se hacen. Es por eso que Medellín tiene metro hace décadas, además de tranvías y metrocables. Para salir de Medellín sus habitantes cuentan con dos túneles, el de Oriente y el de Occidente. Barranquilla, por su lado, ha vivido en las últimas décadas una transformación urbana extraordinaria: le volvieron a dar la cara al río con su bellísimo malecón y construyeron obras como la vía perimetral y el puente Pumarejo. Los barranquilleros cuentan con puestos de salud en la mayoría de sus barrios, de manera que los padres de niños pequeños no tengan que desplazarse horas en un bus hasta encontrar una de sede de su EPS para que los atiendan por una fiebre. Mientras los barranquilleros sueñan con traer algún día la Fórmula 1 a su ciudad, aquí los analistas del “no se puede” los tildan de populistas e irresponsables…

Los bogotanos están al borde de un ataque de nervios. El ciudadano promedio emplea casi dos horas en un bus para desplazarse a su lugar de trabajo y a los que se transportan en carro se les está yendo la vida metidos en un trancón. Bogotá es de las muy pocas capitales del mundo —de estas dimensiones— que aún no cuenta con un sistema de metro en funcionamiento. Hoy el TransMilenio claramente ha demostrado que no es lo suficientemente masivo, rápido ni digno para transportar a millones de bogotanos. Mientras el metro de Santiago de Chile transporta diariamente y de manera digna a 2,8 millones personas, más de la mitad de los 6,9 millones de habitantes de esa ciudad, en Bogotá con nueve millones de almas el TransMilenio solo transporta a dos millones de personas en condiciones infrahumanas. De ahí la absurda proliferación de motos y vehículos particulares.

Yakarta, la capital de Indonesia y uno de los grandes desastres urbanísticos del mundo, hasta hace unos años había optado por el mismo camino equivocado que Bogotá tomó a mediados de los noventa: en lugar de apostarle al metro, se dejó embaucar por la falacia de que un sistema de buses (BRT) hace lo mismo que el Metro. Ante el colapso dramático de la movilidad, sus autoridades no tuvieron alternativa distinta a la de recuperar el tiempo perdido masificando la construcción de redes de metro y trenes de cercanía. Hoy, Yakarta cuenta con una línea de metro subterráneo que cruza el centro de una ciudad que en varias zonas está siete metros por debajo del nivel del mar.

Con decisión política y pensando en el bienestar de su gente, las autoridades de Santiago de Chile construyeron cinco líneas de metro entre 1975 y 1997. En Bogotá, por el contrario, los errores los estamos pagando con sangre. La primera alcaldía de Peñalosa, en los noventa, desechó la construcción del metro y la sustituyó por el actual sistema de buses. Sin lugar a dudas, ese despropósito es una de las grandes tragedias de nuestra ciudad. 

Pero los problemas de Bogotá no estriban exclusivamente en la falta de un sistema de transporte público lo suficientemente masivo y rápido. Bogotá, además, no cuenta con grandes avenidas y las escasas que existen terminan irremediablemente achicadas por la proliferación de carriles de buses, lo que hace aún más crítico el problema de la falta de vías de acceso que nos mantiene enfrascados y sin posibilidad de salir de la ciudad con agilidad.

Recuerdo como si fuera hoy que, en 2015, antes de la posesión de Enrique Peñalosa en su segunda alcaldía, el entonces vicepresidente y ministro de Transporte, Germán Vargas L., le presentó al alcalde los primeros estudios para construir y ampliar los accesos a Bogotá: (I) la construcción y el mejoramiento de la autopista norte entre la 192 y la 245, así como la carrera Séptima entre la calle 200 y la 245, proyectos que no le gustaron a Peñalosa y que se dedicó a retrasar para nunca adjudicarlos; (II) la calle 13, que tampoco impulsó durante su alcaldía y que Claudia López ya tiene estructurada para oferta; (III) los accesos a La Calera, con conexión en la calle 170 con la perimetral Oriente de Cundinamarca y los túneles de la 153 y de la 100, este último por APP, tampoco merecieron la atención de Peñalosa; (IV) y finalmente, la Avenida José Celestino Mutis, que amplía la calle 63 para conectar la carrera Séptima con los límites del Distrito, al igual que la ampliación de la vía Cota-Suba, así como el viaducto de la Autopista Sur, tampoco merecieron la atención de Peñalosa y quedaron en nada a pesar del interés del gobierno nacional de entonces en su realización. 

La primera alcaldía de Peñalosa en 1996 retrasó en más de treinta años la entrada en funcionamiento de la primera línea del metro; tres décadas, el mismo periodo de tiempo que emplearon los chilenos para construirle cinco líneas a Santiago. En la segunda alcaldía de Peñalosa en 2016, el ministro de Transporte Germán Vargas le propuso un plan detallado de 17 obras para construir y ampliar las vías de acceso a Bogotá, pero Peñalosa de nuevo volvió a negarles a los bogotanos esas soluciones vitales para su movilidad. 

La única obsesión de Peñalosa no ha sido otra que la de convertir a Bogotá en el conejillo de laboratorio de un sistema de buses con carril exclusivo, modelo que se dedica a vender por todo el mundo en charlas bien remuneradas por el lobby de los fabricantes de buses. Para que la venta de ese modelo sea efectiva, Peñalosa necesita demostrar su inverosímil embuste: que efectivamente existe una capital en el mundo en donde un sistema de buses hace lo mismo que un metro. Para eso necesita a Bogotá.

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