Jaime Honorio González
25 Febrero 2022

Jaime Honorio González

La guerra de al lado

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Asistimos, impávidos, al espectáculo de la muerte en primera fila, cómodamente sentados en nuestros sillones, bien calienticos, eso sí algo incómodos por las imágenes que nos ponen de frente contra la realidad: hay gente que están matando por allá lejos, hay familias que se acaban, hay niños que quedan huérfanos, hay viejos que morirán solos. Incluso, hay parejas que se separan. Y hasta lloran mientras se despiden. Terrible eso de la guerra, ¿no?

Otra guerra que vemos en vivo y en directo, y que –por fortuna– termina para nosotros los espectadores apenas cambiamos de canal, o en el mismo instante en que buscamos una aplicación donde podamos escoger los videos que queremos ver, el ridículo del político de turno, el pedazo de piel de la irresistible mujer, el extraño nuevo movimiento del acrobático bailarín, y así, cosas así que compensen esta tristeza y esta depresión causadas por un dictador de por allá al que se le ocurrió –de un día para otro– invadir a un pobre e inocente país y los gringos no hayan hecho nada. Tenaz, ¿no?

En Twitter hay un comentario generalizado que me parece un gran resumen para el momento, algo así como que pasamos de expertos epidemiólogos a sesudos analistas internacionales, y yo agrego con énfasis en guerras mundiales, especialización en pensamiento soviético, subespecialización en mandamases rusos y línea de investigación en presidentes salidos de Netflix, aterradísimos –cómo no– con la historia del futbolista barranquillero que juega en una ciudad de por allá, en un equipo de por allá, donde solo hay rusos y ucranianos dijo el colombiano, muy raro eso, teniendo en cuenta que juega por allá.

Lo dicho, este país mío que –entre otros récords ostenta el de mayor número de directores técnicos de selecciones de fútbol por metro cuadrado, graduados a punta de verlo por televisión y comentarlo por chat con los amigos– ahora sabe al dedillo que esta vaina de rusos y ucranios (porque ya no les dicen ucranianos) comenzó en el siglo IX, que Kiev primero fue capital de Rusia antes que Moscú, que los tártaros salieron de allí, que Stalin casi los acaba, y que Ucrania era el país con mayor armamento nuclear después de Estados Unidos y Rusia, pero que entregó todas sus ojivas a cambio de la promesa rusa de no invadirlos jamás, y mil detallitos más que los neoanalistas han ido tirando a cuentagotas, datos curiosos, trivias, casi que pausas activas, y ahora sabemos más del Dnieper que del Magdalena, y sufrimos más con el drama de los Zelenski que con el de la familia de la adolescente asesinada por robarle el celular. Qué pena lo amarillista, sí, tres puñaladas certeras en el cuello de una niña de 15 años por quitarle un miserable teléfono, pero eso fue aquí cerquita, en Bucaramanga, de día, saliendo del colegio. Triste noticia. ¿No sabía? Es que eso de ver la guerra no deja tiempo.

Aunque eso también se soluciona volviendo a la famosa aplicación de los videítos chéveres.

Veo a los colombianos tan preocupados por la guerra en Ucrania que hasta se nos olvidó el drama que estamos viviendo aquí. Bueno, aquí no, allá en el Arauca y en el Chocó y en el Putumayo, y en las veredas de Antioquia y de Nariño, y en las carreteras en el Cesar y en el Valle. Y en las paupérrimas barriadas desde donde se ven las ubérrimas ciudades donde los delincuentes siguen mandando en las esquinas.

Porque en las ciudades estamos más bien tranquilos, excepto en los restaurantes, en las cafeterías, en los alimentadores, en los taxis, en los semáforos, en las calles, por la mañana, por la tarde o por la noche. Me dirán exagerado, pero es que están asaltando a toda hora, a mano armada y con una modalidad aterradora: primero disparan y después roban. Pero sí, estamos más tranquilos que por allá en Arauca, la tierra de nadie. O bueno, parece que ya hay dueño, los de la banderita roja y negra.

Rota un video donde se ve a unos tipos instalando una bandera en Fortul. Fortul no queda en Ucrania, ni en Rusia, ni por ahí cerca. Fortul queda en Arauca, donde los terroristas ordenaron un paro armado y por eso, sus 18.000 habitantes están escondidos en sus casas, muertos del miedo. Aterrados.

Cincuenta y seis años de lucha y combate siempre junto al pueblo, dice en la bandera roja y negra que fijaron los del ELN.

Cincuenta y seis años delinquiendo. Increíble. Repasemos: Lleras, Pastrana papá, López, Turbay, Betancur y Barco no pudieron derrotarlos. Ni modos, ya no hay cómo pedirles explicaciones.

Pero Gaviria, Samper, Pastrana hijo, Uribe I y II, Santos I y II y Duque sí podrían contarnos todo lo que hicieron para acabar con esa banda. Podrían no, deberían. Seguro tienen mil justificaciones, que yo estaba concentrado en Pablo, yo en Gilberto, yo en Manuel, yo en la far, yo en el referendo, y yo en el del referendo, y así. Todos tan concentrados y ninguno con resultados, todos más importantes que el anterior, todos con unas cifras y unos logros y unos éxitos tan impresionantes como irreales, con números sacados de la chistera, mostrados en inútiles videos bonitos (hice algunos), con eslogans mentirosos, gobiernos para el diario, reactivos, alcanzados, colgados, endeudados: merecemos nuestra suerte.

El mes pasado, el presidente de la república dijo: “…he ordenado que se desplacen dos batallones para apoyar la tarea de control territorial en las próximas 72 horas, también quiero destacar que estaremos fortaleciendo la inteligencia y contrainteligencia en el departamento de Arauca y que estaremos también ampliando la capacidad de supervisión helicoportada y también aerotransportada. Estaremos utilizando los equipos de drones y estaremos haciendo un seguimiento en todos los puntos donde sabemos que los grupos armados ilegales están cruzando la frontera, están cometiendo crímenes también”.

Parece que todo eso no ha servido de mucho, al menos en Fortul. Hay fotos de los elenos por todo el pueblo, poniendo banderas, paseando por las calles, metiendo miedo, siempre con uniformes muy bien planchados, casi nuevos, con botas casi limpias, con rifles de verdad, con pañoletas relucientes, tan bien vestiditos que hasta parecen de mentiras. ¿Será? Vaya uno a saber.

Nos acostumbramos tanto a nuestros muertos diarios y a nuestra guerrita de siempre, que ver a unos delincuentes disfrazados de lo que sea que se disfracen caminando por nuestros pueblos, ya pareciera que no nos importa. Mejor miramos la guerra de al lado. La de los otros. No deja de ser –en todo caso– una extraña forma de escapar de la propia.

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