Jaime Honorio González
5 Agosto 2022

Jaime Honorio González

La mala fortuna

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Los Ibáñez llegaron hace años a Chochó, por cuenta de una casa que les regaló el Gobierno de la época a varias familias de desplazados que le huían a la Violencia en Sucre. Aunque vivieron tranquilos varios años, la Violencia los alcanzó hace dos semanas, de una forma absolutamente absurda, sin ninguna lógica, sin explicación alguna.

El lunes veinticinco, en la tarde, Carlos Alberto Ibáñez salió a trabajar. Era el hermano ejemplar, el que estaba pendiente de las cosas de la casa, “si se ganaba cincuenta, quince eran pa la mamá”, me contó un familiar. Seguro que debía tener sus defectos, pero solo diré cosas bonitas de él. Hablé con varios que lo conocieron y parece que eso era: otro muchacho bonito. No hablo de su físico, de si era guapo o no, hablo del más noble de los hijos de Luz Mary, nobleza que le jugó una mala pasada.

Esa terrible tarde, trabajando como mototaxista, iba a Sincelejo llevando a una pasajera que acababa de recoger cuando llegó a la esquina del retén, donde varios policías tenían detenidos a dos muchachos. Entonces se dio cuenta de que uno de ellos era un vecino suyo y, sin dudarlo un instante, paró.

Otra persona me contó que la pasajera le habría dicho al oído: “No te metas en eso”. Pero la nobleza le ganó. Así que se bajó a decirles a los policías que conocía a uno de los detenidos, reclamándoles que suspendieran las patadas contra su vecino. Tal vez pensó que le harían caso, teniendo en cuenta que él mismo había vestido ese uniforme como auxiliar de Policía tres años atrás. Pero, resultó todo lo contrario.

Leí sobre las torturas que sufrieron antes de matarlos con tiros de gracia. Es devastador. No vale la pena relatar ese informe forense que confirma la inexplicable sevicia de los asesinos. Sigo sin entender qué habrá pasado —en esos instantes— por la cabeza de quienes los golpearon, los torturaron y los ejecutaron, sin piedad, sin temor por las consecuencias de sus actos, sin el menor asomo de cordura, o de una mínima preocupación por —de pronto— estar obrando mal, terrible y completamente mal.

Sin embargo, para los Ibáñez, las cosas siguieron empeorando.

Juan Ibáñez, hermano menor de Carlos Alberto, salió a toda velocidad hacia la esquina del retén cuando supo que uno de sus hermanos estaba allí en manos de la Policía. Pero, al llegar y preguntar por su familiar, también resultó detenido. Y también comenzó a recorrer esa estela de terror porque también lo montaron a una camioneta particular y también se lo llevaron lejos de la zona, y también lo golpearon, y lo desnudaron, y lo amenazaron con violarlo, y le gritaron que lo iban a matar y Juan, de apenas veintidós añitos, completamente muerto del susto, terminó convencido de que así sería.

Luego le dijeron que los llevara hasta su casa, a donde entraron en busca de quién sabe qué, donde todo lo revolcaron, donde nada encontraron, y de donde se fueron al rato. “Afuera había un poco de motos y entraron como diez policías, y eso quedó como si hubiera pasado un vendaval por acá, me tumbaron todo”, me dijo su mamá.

En la Fiscalía hay una denuncia por todo esto y por el allanamiento ilegal, sin orden judicial, sin justificación alguna pues a nadie estaban persiguiendo, que incluye la pérdida de celulares y unos pocos pesos que había en la casa. Por supuesto, nada aparecerá. En cambio, su mamá casi se muere del susto. Ni qué decir del abuelo enfermo, que se agravó.

Otro de los Ibáñez, Kevin, se salvó de milagro. La mala fortuna —que ese lunes persiguió a la familia— hizo que llegara a su casa justo en el momento en que la Policía realizaba el allanamiento. Pero cuando explicó que él vivía ahí y reclamó por la violencia del ilegal operativo, uno de los alterados patrulleros desenfundó su pistola y le disparó a los pies. Por fortuna, no fue más. Pero, tampoco menos.

Los furiosos policiales continuaron su camino de arbitrariedades. De allí se fueron a la casa de Carlos Alberto, donde rompieron la puerta, entraron y repitieron el violento registro. Otra vez, nada encontraron. Sin embargo, se llevaron a Juan y —más tarde— lo dejaron libre cerca al sitio conocido como Bremen, descalzo, desnudo, aterrado, tanto que decidió meterse al monte, así como estaba, a esperar que la noche avanzara mientras pensaba en todo lo que terminaba de ocurrir. Juan se estaba salvando de puro milagro, aún no sabía que cerca de allí, su hermano acababa de ser cruelmente asesinado. 

Hasta el viernes en la noche no había ningún capturado. Dos coroneles, el comandante de Policía de Sucre y su comandante operativo, llamados a calificar servicios, sí. Pero nadie capturado. Una teniente y seis patrulleros suspendidos, sí. Pero nadie capturado. Nadie por delitos como homicidio en persona protegida, o agravado, tortura, secuestro, privación ilegal de la libertad, abuso de autoridad, constreñimiento, hurto calificado y agravado, falsedad ideológica, al menos por violación de domicilio, por allanamiento ilegal, aunque sea por las lesiones personales, no sé, por algo. Pero que haya resultados. Y pronto.

Advierto, no soy penalista. Eso sí, supongo que habrá que esperar, que los fiscales están recogiendo las pruebas, que el proceso disciplinario avanza divinamente, sí, seguramente así es. Pero, lo único cierto es que no hay nadie capturado por los ataques contra cinco jovencitos —entre ellos tres hermanos— y la posterior muerte de tres con quienes la mala fortuna —enfundada en color verde— se ensañó.

Conozco tantos y tan buenos policías. De antes y de ahora. Sé que estarán avergonzados por lo que pasó. Porque es una completa vergüenza todo lo que pasó y todo lo que se ha ido revelando. Y todo lo que falta por saber.

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