Jorge Enrique Abello
14 Febrero 2022

Jorge Enrique Abello

La parábola de las manos

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Arde el sol calentando la garganta de barro de lo que alguna vez fue un espejo de agua sobre el selvático río Atrato. En unos charcos moribundos de un pequeño tramo, las manos de José buscan el oro que dará de comer a su familia, que años atrás conquistó la ribera del río a punta de sueños y que con el tiempo ha ido perdiendo la batalla contra el hambre. José encuentra oro, las disidencias de la guerra centenaria se lo pagan, José tiene dinero para comer, sus hijos comen, Jonás el más pequeño come. Jonás y los demás tienen los días contados, su cuerpo envenenado por el agua del río colapsará sin que nadie pueda detener el mercurio que corre por el caudal de su sangre. Pero José logró traer comida a casa.

El manto de la noche los protege. Yemilson y otros jóvenes más, alentados por las historias de arrieros y colonos que hicieron de esta tierra una gran nación, prenden las antorchas, el fuego ilumina sus caras de dioses famélicos y en la frontera de la selva del Orinoco le prenden candela a la madre del agua, las dantas, el puma y la vida. La nube de humo se extiende por todo el país y como un cadáver etéreo deja caer sus huesos de gas sobre Bogotá, que se levanta con alerta amarilla por contaminación. Las manos de Yemilson reciben la paga que promete la mala hierba de la coca, dueña y señora de la tierra devastada. Yemilson tiene dinero, pero ya no tiene tierra dónde sembrar el sustento diario.

Las manos de Miguel terminan de bosquejar el entramado de un negocio sobre la servilleta de un restaurante en Bogotá. Las copas tañen como campanas de día de fiesta, alguien entre risas y frenesí dice que les va a “quedar la jeta redonda de decir oro”. Todos celebran 7.000 millones de pesos que por debajo de la mesa ahora les pertenecen. Sobre ella un mesero sirve unas jugosas chernas para cenar, “son tan exquisitas como la langosta” apunta la mujer de Miguel. 

En Dibulla, La Guajira, Atilio, un niño de 6 años observa cómo los gusanos devoran un banano podrido que él no podrá comer, igual que la leche fermentada que si bebe quemará su estómago. Ese niño hace parte del plan de alimentación escolar del Gobierno, pero no se puede alimentar, lleva sus manos a la boca y las muerde para embolatar el hambre. 

Lucas de 8 años arma y desarma con sus pequeñas manos un muñeco de FAO Schwarz en el asiento de atrás de una camioneta blindada. Lo acompañan Ever el conductor, Ceci su nana y Meserito, como le dicen al guardaespaldas que lo cuida. La camioneta no se mueve, está atrapada en el tráfico vehicular de la autopista al norte y allí se quedará mientras Lucas se pregunta por qué no ve a su papá Miguel hace años. Miguel es millonario ahora, pagará unos años en la cárcel como parte del negocio y saldrá para disfrutar del botín, encerrado en su camioneta blindada, en medio del trafico infernal y rodeado de vendedores ambulantes que quieren atragantarlo con frutas recalentadas, en una descascarada calle de Bogotá. Sus manos teclean rápido sobre un iPhone12 plus y el texto dice:

—Imagínate Greg, esto es un pueblo, llevo 45 minutos en un trancón, diles que no se vayan, que me esperen, ese negocio lo cerramos hoy. 

Miguel le parece que Bogotá no es New York, cómo extraña la gran manzana y cómo la seguirá extrañando porque en la cárcel le quitaron la visa.

Casi 400 años antes de que naciera Cristo, en una celda enclavada sobre el monte Philoppapus, Sócrates, de profesión maestro, toma en sus manos la cicuta que cobrará su vida, en sentencia por haber corrompido los jóvenes de la acrópolis con una crítica sobre la democracia, en forma de mayéutica (encontrar el conocimiento a través de preguntas). No quiso huir como muchos le aconsejaron, no quiso aceptar culpa alguna, afrontó la sentencia de los fiscales, aunque la consideraba política e injusta, y se quitó la vida honrando la justicia del alma que tanto promulgaba. Para él los hombres debían ser coherentes con lo que piensan y hacen, y el bien de todos está por encima del bien particular.

Todas estas manos suman las manos de un solo hombre: sus manos. Atendiendo el método socrático le pregunto a usted que me lee. ¿Qué tipo de ser humano quiere ser? ¿En qué país quiere vivir? ¿Cómo salvar la tierra que hemos arrasado? Se lo pregunto porque queda poco tiempo y está en sus manos.

  

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