Jorge Enrique Abello
4 Abril 2022 07:04 pm

Jorge Enrique Abello

La política de Rubén Blades

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“Lo contrario a la música son ciudades destruidas”: Zelenski -Vía Grammy’s 2022-

Me había metido el reloj en el bolsillo, pese a que Arteaga me advirtió que no lo llevara. Íbamos apretados en una buseta a las diez de la noche de un viernes de 1989, recorriendo la carrera 13 hacia el sur. El último recuerdo que tengo del mundo conocido, fue el letrero del Cream Helado de la 30 y pico con 13 que pasó fugaz ante mis ojos y que sabía, era la última frontera. Los cocacolos de los 60 fundaron la adolescencia en ese lugar que para mí era mitológico por las historias de mis hermanos mayores. 

El revolú de la hora pico ya había cesado. El conductor de la buseta cajeteaba la transmisión en la palanca de cambios con empuñadura de alacrán, mientras la tracción de las llantas horadaba el agua de los charcos que habían dejado los chubascos de la tarde. Surfeábamos la 13 a hacia lo desconocido, a la Bogotá profunda que todavía hoy navega en mi memoria.

-Negro, apenas nos bajemos en la décima, usted corra. No importa lo que pase, usted corra detrás de mí y no pare. Me dijo Arteaga ya preparando el desembarque. Mi corazón se agitó, Arteaga presionó el timbre, los frenos de aire aullaron para detener la bestia, las puertas de fuelle se abrieron de par en par, el frío de la noche nos abofeteó las caras, saltamos al andén, se cerraron las puertas y  Alci Acosta, quien nos había acompañado hasta allí, quedó mudo a la mitad de La copa rota.

Corrí detrás de Arteaga, sin parar, al pie de la letra como él me lo había pedido. La calle estaba mal iluminada, algunas gotas de lluvia nos atravesaban la cara, como dardos disparados por los dioses desde el cielo. A los pocos pasos de carrera podíamos ver el vaho de nuestra propia respiración salir del cuerpo. Ágilmente, Arteaga dobló la esquina y se metió por la única puerta abierta del barrio y yo con él. El Goce Pagano estaba hasta las banderas, parecía una de las calderas del infierno, la gente bailaba apretada, rozando sus cuerpos los unos contra los otros, mientras el sudor les escurría con descaro por las mejillas. Todo se veía como una foto tomada por una Cannon AE-1, con lente 35mm y película Kodak, Asa 100 subexpuesta, tirando a una monocromía al ámbar en el viraje, para no perder el ardor del momento. De un lado los niches, del otro lado, Arteaga y yo.

-Pelao, si quiere sobrevivir a esta noche, no les saque a bailar a las muchachas a los niches.

-Yo hago caso. Respondí con la boca abierta. El Goce era una selva exuberante de unos 50 metros cuadrados, atendida por su propietario, que no era otro que el mismísimo Dionisius. A veces pasaba por allí Pambelé a buscar bonche, o Dieguito Álvarez a rematar rumba, Fanny Mikey estiraba sus largas piernas de vez en cuando para gritar “Salsa”. Unos dicen haber visto a Enrique Santos bailar son apretado. A mí no me consta.                                                   

Pedimos three corners para mojar el asombro. Una morena menuda, de hombros brillantes, se me acercó y por primera vez me invitó a bailar. Arteaga me dijo al oído: 

-Negro, no le diga que somos de la Javeriana porque esa es socióloga de la Nacho y ellas no bailan con nosotros. Les parecemos apestados… Asentí y me dejé llevar. No bailo bien, pero me gusta. Pedro Navaja, comenzó a sonar como un trueno y el piso del Goce a temblar, como cuando pasa el tren. Fui libre en medio del lugar más inesperado para un muchacho como yo, que lo máximo que le había pasado en la vida era haber entrado a la universidad. 

El Goce Pagano era un lugar donde rumbeaban los poetas, los artistas, los jugadores de Santa Fe, las Farc, los periodistas, los negros, los blancos, Pambe, los cualquiera, como Arteaga y yo. El mortero que nos amalgamaba durante noches lluviosas como esa de agosto, no era de plomo sino de salsa.

Abro los ojos y mi cuerpo se sigue meneando al son de Blades, pero ahora mi pelo es cano, mi ceño marcado y las comisuras de los ojos reflejan el paso del tiempo. Estoy rodeado por 12.000 personas en el Movistar Arena. A voz en cuello Blades recita por encima de su Big Band: “Por la esquina del viejo barrio lo vi pasar / Con el tumbao que llevan los guapos al caminar…”, y yo en medio de la gente vuelvo a ser libre, tomado de la mano de mi esposa. Libre, como lo era por aquella época, cuando a pesar de las infinitas diferencias, el arte nos unía y nos hacía olvidar la procedencia. Esa, al final del día, es la política de Blades y la que nuestro país polarizado perdió para quedarse con la demagogia de los extremos.

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