Valeria Santos
16 Febrero 2022

Valeria Santos

La puta guerra

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La disociación entre el discurso de este gobierno y la realidad en los frentes de batalla ha logrado anestesiar a gran parte del establecimiento colombiano que sigue promoviendo una guerra injustificada.

La grabación revelada por la revista Cambio y Noticias Uno, en la que se escucha al general Jorge Hernando Herrera Díaz admitir una alianza con el grupo narcotraficante Los Pocillos, evidencia la descomposición de nuestras instituciones.  “Esa es la puta guerra”, dice el general Herrera, al justificar sus alianzas con el crimen. Y tiene razón. Nuestra guerra, sufrida por algunos más que por otros, es la causante de que los colombianos seamos lobos para los colombianos. 

Así lo confirma también lo revelado por Blu Radio sobre el excomandante de las fuerzas militares, general Leonardo Barrero, que según la Fiscalía es alias el Padrino, miembro de la organización narcotraficante La Cordillera. El general además ha tenido contratos entre 2018 y 2021 con el Ministerio del Interior, más específicamente con la dirección de derechos humanos. Es un escándalo que el cargo más importante de las fuerzas militares colombianas estuviera al servicio de los mafiosos.

En la “puta guerra” colombiana ha quedado claro que, a diferencia de lo que afirmó el exministro de Defensa Guillermo Botero, no hay solo “gente mala matando gente buena”. Esta “puta guerra” ha logrado sobrevivir justamente porque ha dinamitado el concepto binario de buenos vs. malos y víctimas vs. victimarios. 

La historia reciente ha dejado constancia de que en Colombia ha existido un Estado incitador del conflicto y la guerra. Es una historia que se repite y se repite de manera esquizofrénica, una tragedia que se niega a desaparecer. El oscuro capítulo de los falsos positivos y las alianzas del Estado colombiano con los Pepes (perseguidos por Pablo Escobar), con los grupos paramilitares y con el narcotráfico son ejemplos de cómo las élites políticas y también las económicas difuminaron la línea entre el bien y el mal. 

Lo que verdaderamente resulta increíble es que sigamos aplaudiendo un discurso oficial mesiánico y maniqueo. El gobierno de Iván Duque, experto en eufemismos y retórica, sigue vendiéndonos la necesidad de una guerra imposible, donde, según el presidente, la virtuosidad de su gobierno y de nuestras fuerzas armadas no permite cuestionamientos. 

Pero la indulgencia de muchos con este gobierno no alcanza para seguir negando la verdad. Ya son demasiadas manzanas podridas para seguir creyendo que son casos aislados: el general Herrera aceptando alianzas con narcotraficantes; el excomandante del Ejército nombrado por el presidente Duque, Nicasio Martínez, obligando a subalternos a duplicar bajas; el general Quiroz ofreciendo 100 millones de pesos como recompensa por la cabeza de los que filtraron los formatos a la prensa; organismos de inteligencia del ejército de este gobierno chuzando, vigilando y perfilando a periodistas y políticos de oposición, incluso a magistrados de la Corte Suprema de Justicia. Y un supuesto financiador de la campaña de Iván Duque con vínculos con el narcotráfico, José Guillermo –alias el Ñeñe– Hernández, paseándose en helicópteros y aviones militares.

Además, sería imposible no mencionar la tortura y ejecución extrajudicial de Dimar Torres por miembros del Ejército y las declaraciones del exministro Guillermo Botero, afirmando que todo fue un accidente. 

El ministro de Defensa, Diego Molano, mientras usa sus cargos públicos para contratar a sus amigas y para fingir ciberataques y hacer ciberpatrullajes, ha seguido con la tradición de sus jefes políticos de priorizar los resultados operacionales, sin importar la forma, así esto implique bombardear menores. Terrible y doloroso. 

¿Qué clase de institución magnánima y justa puede estar encabezada por alguien que llama a los niños reclutados máquinas de guerra? ¿La misma clase de institución que pertenece a un gobierno que bombardea menores y describe la operación como “estratégica, meticulosa, impecable y con todo el rigor”? ¿La institución que es defendida en un debate de control político en el Congreso con la presencia del polémico presidente de los ganaderos vinculado a estructuras paramilitares José Félix Lafaurie?

Colombia tuvo una oportunidad única de acabar con esta guerra. Un proceso de paz que, aunque imperfecto, desmovilizó a 13.000 personas y pese a eso fue truncado por el partido de gobierno que impulsó el No y que consecuentemente nombró una cúpula tropera.  Pero la guerra corrompe, contamina y ensucia hasta el más sublime de los espíritus.

Más vale que el próximo gobierno entienda que la única forma de acabar con esta guerra  es volviendo a los principios del proceso de paz. Como lo reveló la periodista Alicia Liliana Méndez en El Tiempo, la sustitución voluntaria logró que en el “triángulo negro” del departamento del Vichada las hectáreas de coca pasaran de 1.242 a 121 tan solo en un año. Y eso no fue la puta guerra, eso fue el puto acuerdo de paz.

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