Vuelvo a Mircea Eliade, el filósofo rumano, para hablar del mito del eterno retorno porque es oportuno y útil para comprender lo que Petro quiere hacer en el día de su posición este domingo 7 de agosto. Según Eliade, existen dos tipos de sociedades, las arcaicas o primitivas, y las modernas, que se diferencian por la manera en la que conciben el tiempo. El hombre tradicional, explica, vive en los tiempos del mito, que es el que le da valor a su vida. Todos los eventos ocurridos después del tiempo mítico, después del comienzo, no tienen valor, no son reales. Lo sagrado existe únicamente en la aparición primera, por lo que todo tiempo siguiente es una aparición reiterada de ese momento fundacional. Para darle sentido a su vida, es decir, volverla sagrada, debe entonces repetir ese evento mítico, hacerlo ritual, de manera que ese ritual se convierte en vehículo de un “eterno retorno” al tiempo del origen, el acto que devuelve a estas sociedades al tiempo de lo sagrado.
Las sociedades modernas, por el contrario, convierten el tiempo del mito en historia. Nosotros, los modernos, no pensamos el tiempo como algo cíclico sino como una línea recta; aquello que ya ocurrió no volverá a ocurrir nunca más. Es el progreso, el ir hacia adelante, la idea que aparentemente desacralizó nuestra sociedad. Sin embargo -ya no recuerdo si Eliade lo menciona-, lo arcaico sobrevive en lo moderno, pues no hemos dejado de sacralizar el tiempo, seguimos entendiendo que el tiempo es una constante repetición que debe ser sagrada. Tenemos rutinas, claro, pero no son estas un ritual, y por más modernos y racionales que nos creamos, seguimos teniendo la necesidad de buscar lo sagrado que rompe el tiempo lineal.
Ha habido gran revuelo con la parafernalia que montará Petro el día de su posesión. Quienes lo critican -de la orilla política que sea, pues las quejas no son únicas de la oposición- argumentan que una posesión presidencial no puede ser un derroche, pero lo que hacen es develar un modernismo inconsciente que ignora aquello que se está celebrando. Buscan despojar de la mística y la simbología un evento que es quizá el gran ritual que nos queda y que nos devuelve a los tiempos del mito y lo sagrado, al fundamento de nuestra verdadera religión, que es la república, o la democracia, o como quieran llamarla.
Hacer de una posesión presidencial una celebración conjunta entre el poder y la ciudadanía (la congregación) es nuestro gran ritual en una época en la que celebramos poco las primeras comuniones o las fiestas de quince años, o en la que las navidades dejaron de transportarnos al tiempo original. Si aquello que se celebra es una victoria, como es el caso, no escatimar en gastos tiene todo el sentido del mundo. ¿Son la Democracia y el Estado nuestro nuevo sistema de símbolos, la espiritualidad arcaica en traje moderno que encarna nuestro ritualismo más profundo? Me atrevo a decir que esta es la idea de cambio que repetimos cada cuatro años.
Creemos entonces que nuestra diferencia con las sociedades primitivas es absoluta, pero persisten prácticas “primitivas” en nuestra sociedad supuestamente racional. La celebración de un cambio de gobierno con todos los juguetes es una contraposición al escepticismo moderno que ha creído no solo que el ritual corresponde a lo primitivo, si no que además se contrapone al “otro”, al indígena, al negro, al religioso. Pues no, también nosotros tenemos rituales, y es esta religión civil de la democracia, donde viven el ritual y la fe, nuestra nueva espiritualidad.
Hace unos días Gustavo Petro anunció que la espada de Bolívar estará en la posesión. Las críticas también llovieron, pues llevar la espada es un acto temerario y extremadamente grandilocuente. Pero, nuevamente, es la espada de Bolívar, que además se relaciona de forma directa con la historia misma del presidente electo, aquello que unifica este ritual, el objeto-ritual que detiene el tiempo lineal y nos devuelve al pasado, al nacimiento de la religión colombiana.
La espada del Libertador es el objeto que remite al mito, al gran mito de este país, Bolívar, el hombre de las hazañas que hoy son irrealizables. Petro ha convertido la espada de Bolívar en el mito fundacional de su gobierno, y aquí puede que sí haya un pecado, pues vuela demasiado cerca al sol. Hay en esta decisión una promesa cumplida sobre el retorno: la espada que vuelve al pueblo cuando el M-19 la “recuperó”, luego regresa al encierro y este 7 de agosto, nuevamente, regresará al pueblo. Así no nos convenza, este ritual que está organizando Petro abre y cierra la historia de nuestro país.
El ritual que toma como centro la espada de Bolívar nos evoca ese retorno tardío, pero muy esperado, al origen, al mito fundacional inalterable. Me recuerda a los revolucionarios franceses que volvieron a un pasado lejano, el romano, y que retomaron un concepto que los pueblos abandonaron durante más de un milenio: la libertad. La Revolución Francesa tomó como símbolo el gorro frigio de los romanos libres, indicando que el pasado monárquico y medieval fue una época oscura que había que superar. Pienso que algo similar hace Petro al evocar en un mismo acto ritual su pasado guerrillero y la gesta libertadora.