Daniel Schwartz
15 Noviembre 2022

Daniel Schwartz

La soledad del diablo

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Muchas películas de los noventa quisieron representar el valor de la autodestrucción, el poder de una juventud desvariada y errática que busca encontrar un futuro distinto al que le ofrece el mundo de los adultos. Gummo, de Harmony Korine, ocurre en un pueblo pobre de Ohio recién asolado por un huracán, donde un grupo de jóvenes aburridos se distraen con pasatiempos extraños, crueles y destructivos. Kids y Trainspotting, por su parte, muestran la necesidad juvenil de romper la ley que impusieron los adultos. Rodrigo D: No futuro y La vendedora de rosas son una denuncia a la pobreza de las comunas de Medellín, y son también películas sobre la juventud, el miedo a lo que vendrá y la autodestrucción de quienes entienden que el mañana no importa. Esa generación de jóvenes vivía en éxtasis, le atraía la idea de la muerte temprana y muchos tuvieron como referente a los actores y modelos del Heroin Chic, reconocidos por la palidez, las ojeras y una delgadez extrema a causa del abuso de la heroína.

Hoy los tiempos son distintos. Ya no reaccionamos al futuro incierto con la misma desolación que nuestros predecesores; ahora nos quejamos, marchamos, repetimos consignas que, de tanto repetirlas, creemos que se harán ciertas o que alguien en algún momento las escuchará. Creemos que entre más simplificamos nuestro mensaje, más contundente y verdadero será.

Creemos, además, que podemos borrar todo aquello que consideramos falso o equivocado. Imponemos nuestras propias certezas. Creemos que todo cabe en una ideología, en una doctrina, en una frase, y así le estamos cerrando la puerta a la duda. Nuestra generación no parece dispuesta a debatir sus afirmaciones y por eso se llama a sí misma “woke” (despierta), como si hubiera descifrado, de un día para otro, los hilos invisibles que mueven al mundo. 

Antes no era así. Antes la juventud, para bien o para mal, aceptaba que no tenía respuestas. Y creo que el diablo, o, mejor dicho, la metáfora del diablo, tiene algo que ver con todo esto.

Hace unos días volví a escuchar Jokerman, de Bob Dylan. No la escuchaba hace mucho y, como me sucede con toda la obra de Dylan, me costó trabajo descifrarla. En la canción, Jokerman hace las veces del diablo, que es la forma concreta de Dios, una especie de Dios falso que aparece de cuando en vez para engañarnos. Inicia con la soledad de Jesús, el hacedor de milagros, que es también Hércules, el recién nacido que mató con un simple apretón a las serpientes enviadas para asesinarlo. Luego llega el coro y aparece el ‘Jokerman’, el bromista que baila con libertad al ritmo del canto de un ruiseñor. Existen cientos de interpretaciones sobre esta canción, pero para mí, Dylan está hablando del diablo, del anticristo, del eterno bromista que se hace pasar por Dios para que dudemos, nos desviemos de nuestras convicciones y, sobre todo, para que reflexionemos. A lo largo de la canción, Dylan hace referencia a varios profetas, semidioses y prohombres de la historia de la humanidad. Todos ellos son uno solo: el diablo, un Jokerman que toma esas formas para invitarnos a jugar, a descreer y hacernos preguntas, a identificar cuál es nuestro autoengaño.  Es, en palabras de Dylan, el “dream twister”, el que deforma nuestros sueños y convicciones.

Al igual que el diablo, Dylan ha buscado ser todos los hombres y ninguno: el poeta, el cantante, el judío, el actor, el cristiano, el ateo, el activista, el conservador, el payaso… Nos engaña para que nos demos cuenta de que nuestros más profundos deseos pueden no ser más que una simple tentación. Juega con nosotros para que descubramos nuestro verdadero deseo. Conocer al diablo –su figura retórica, insisto– es conocernos a nosotros mismos, reírnos y darnos cuenta de que el problema somos nosotros y no necesariamente los demás. 

Creo que esa juventud de los noventa, y quizá otras antes, se dejó seducir por ese diablo de Dylan. En las películas de esos años todo era un sinsentido, no había ruta ni convicción, no existía la necesidad imperiosa de darles respuesta a todas las cosas. Nuestra generación ya no busca al diablo, se salta la duda y llega directamente a la certeza, a Dios. El diablo ofrece muchas lecturas, pero la doctrina, la certeza de que nuestras convicciones son correctas y bondadosas, ofrece solo una. Por eso pienso que vivimos una era profundamente moralista, queremos acabar con todas las formas que toma el diablo, como en las épocas más oscuras de la historia. Predicamos nuestras certezas sin haber pasado por la duda. 

Creo que en esta nueva tiranía de las certezas ha florecido la cultura de la cancelación, que no es una cultura, por mucho una tendencia pasajera. Es la búsqueda por controlar lo que no se debe ni puede controlar, la necesidad de abolir la incomodidad, de borrar al que nos hace trabar la lengua. Creemos que ese diablillo que se para frente al espejo nos está enfrentando, y entonces redactamos sentencias para eliminarlo: lo llamamos fascista o asesino, nos autoconvencemos de que las palabras de los que están equivocados terminan, irremediablemente, en el asesinato de un oprimido. Y la realidad no es así.

La comedia, que es el discurso (o antidiscurso) que más trastoca nuestra visión del mundo, nos hace enfrentar nuestros ideales, pero nadie tira tomates desde el público a los comediantes. El diablo y el comediante son la misma persona: el “dream twister”, el escéptico, el que busca revelar nuestros deseos y no nuestras convicciones, el que nos hace dudar de todo lo que creemos que está bien. Es quien, finalmente, nos ayuda a conciliar nuestro deseo con nuestros ideales, a reírnos de algo que no está bien, a entender que es posible tener esas contradicciones. Nosotros, por el contrario, nos autoengañamos creyendo que un chiste sobre un minusválido traerá consecuencias sobre todos los minusválidos del mundo. 

Está bien reclamar y tener convicciones, sobre todo porque ese nihilismo de los noventa no puede ser la alternativa al sinsentido. Pero está mal no dejar espacio para la duda, cancelar lo que parece opuesto a nosotros. La consigna, repetida tantas veces hasta perder su sentido, nos protege del miedo a la incertidumbre: es el mantra que repetimos una y otra vez, como los exorcistas, para alejar a los demonios. Y como Bob Dylan, el diablo, ese comediante eterno, estará siempre allí, engañándonos, burlándose de nosotros y nuestras consignas con la intención de que en algún momento nos demos cuenta de nuestra propia ridiculez.

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