Jorge Enrique Abello
11 Julio 2022

Jorge Enrique Abello

Las uvas deben ser pisoteadas para hacer vino

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Carta a mi hijo Antonio 

Te vi en el parque, el atardecer se colaba por entre las ramas de los árboles y las hojas. Había muchos niñas y niños, trepados como micos en los juegos, arrastrándose como tigres cazadores por los pastos, o gritando como cacatúas sobre los palos de mango. El tránsito era imposible; todos corrían en diferentes sentidos como electrones locos al rededor de los columpios, los sube y baja hacían las veces de olas de hierro y la brisa de la tarde levantaba polvo del Sahara que alguna vez arrastraron los vientos hasta allí para fertilizar la selva y los bosques de esta tierra mágica del Caribe colombiano que es Barranquilla. 

Entre la muchedumbre de nanas, munchkins* y magos te destacabas por tu sonrisa: brillante como la faz de la luna y dulce como un espada de caramelo. Así entraste a este mundo por primera vez: sonriendo, y así entras a todos los mundos que habitan este: sonriendo. Tu sonrisa es la espada más victoriosa, así como el canto desde la cárcel de Miguel Hernández y tus ojos miel el lugar donde yo sueño.

La materia de la que estaba hecha esa tarde, mi querido hijo, la dibujaban en el viento tus manos y tus carcajadas. Intentaste jugar al fútbol con unos niños desconocidos, y me acordé de mí, que a tu edad intentaba jugar, pero no sabía para qué servía golpear la pelota de un lado al otro sin nunca terminar. Todos eran más grandes que tú, te llevaban una cabeza o medio cuerpo, pero a ti eso te tenía sin cuidado, porque ibas por delante con esa sonrisa que alivia mis miedos y cura mis heridas. Mientras tratabas de llegar a la pelota, saludabas diciendo tu nombre y tratándolos a todos como viejos amigos. En medio del remolino de pequeños cuerpos lograste llegar y patear esa manzana de Tántalo que todos querían; pateaste suave para que le llegara a otro; pateaste entramando amistad, no sabes aún qué es un gol, no te interesa la victoria; el triunfo para ti son los amigos, a donde vayas son los amigos.

Quien te recibió el pase sí sabía de goles, carga una bolsa llena de los que acumula en sus sueños; y al ver cómo acomodaste la bola, pateó con furia para vencer el destino y encumbrarse como el rey del parque en esa tarde; pero como los deseos son caprichosos y a veces se dan y otras veces no, el balón terminó reventando contra tu cara y te apagó la sonrisa. Se te llenaron las mejillas de lágrimas, te faltó el aliento y al siguiente resoplido volviste a sentir el aire ardiente de La Arenosa bajando por tu garganta. Cuando pude alcanzarte ya los demás niños pasaban por encima de tu cuerpo pisoteándote para desenredar el balón, que, culpable, quedó girando como un satélite en torno a ti.

Lo primero que me dijiste fue: “Quiero irme, sácame de aquí”. Te abracé con fuerza y te levanté del piso, nos sentamos en una silla, mientras llorabas; los otros niños siguieron jugando, nadie se dio cuenta de tu existencia, ninguno vio tu sonrisa, ni la admiración que te apretaba el alma cuando los mirabas por ser más grandes, nadie supo que solo querías ser amable. Una mariposa amarilla llamó tu atención, su aleteo te calmó de súbito, estiraste el dedo para tocarla pero se escapó y tú saliste detrás de ella; le gritabas tu nombre mientras corrías con el cuerpo nuevamente estremecido por la alegría. De pronto recordé lo que decía un gran amigo: “Las uvas deben ser pisoteadas para hacer el vino”. No lo sé, tú me demuestras lo contrario hijo.

Todo lo que pasa entre padres e hijos, está construyendo nuestro futuro y el de esta Colombia en la que vivimos, por eso quise regalarles a quienes me leen esta tarde que hace poco me regaló mi hijo.

Gracias, mi Antonio del alma.

 

*enanos de El Mago de Oz

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