El voto es un acto de comparación. Los debates presidenciales le sirven a la democracia, pero, como decía Aristóteles, la virtud está en la moderación.
Cuatro debates presidenciales la última semana de campaña muestran que los candidatos están supeditados a los dictados de los medios. Semejante proliferación de debates tiene más lógica empresarial que ciudadana. Estas son las razones.
Cada medio de comunicación y hasta cada estrella periodística se cree con derecho a debate propio. No hay espacio para negar la asistencia: existe una obligación en la práctica de acudir a la hora que sea, como sea y en las condiciones que sean. Candidato que se atreva a ausentarse recibirá al aire reiterados y prolongados regaños del estilo “usted no está listo para la Presidencia; usted no cumple las reglas”. ¿No habla por sí sola la silla vacía?
Poca discusión hay en los debates. Los tiempos impiden un verdadero intercambio. Diagnostique, analice y proponga en dos minutos. “Tiene una réplica de un minuto y una contrarréplica de 30 segundos”. Así suelen ser la mayoría de las instrucciones. Unos pocos medios las negocian con las campañas; otros se las imponen. A veces solo existen para el cumplimiento de los candidatos, no de los presentadores. Ellos y ellas sí pueden hacer lo que les venga en gana.
“Van 300.000 conectados, van tantos miles más, somos tendencia No. 1”. Parece que el rating define la duración de los programas y caerán rayos y truenos si un candidato se atreve siquiera a cuestionar tanta laxitud. “¿Cómo aguantará un consejo de seguridad si no soporta prolongar el debate (a su antojo)”? preguntó una moderadora, comparando los desafíos de gobierno con una interminable saga de preguntas, en su mayoría respondidas una y otra vez durante días, semanas y meses previos. La arrogancia de los comunicadores, en ocasiones acompañada de falta de respeto a los candidatos, debería convertirse por sí sola en razón suficiente para la reducción del número de debates.
Los candidatos están cansados y la ciudadanía también. Han sido más de 30 debates entre medios, gremios, universidades. A estas alturas, les conocemos las personalidades, estamos familiarizados con el grueso de sus propuestas y poco debería importarnos si prefieren el ajiaco bogotano o la bandeja paisa.
Los debates se han convertido más en espectáculo mediático que formación ciudadana. Se tornan repetitivos, los temas se trivializan y las preguntas apuntan a poner a las personas en aprietos más que a instruir. Los periodistas salen al ruedo a buscar el desliz, a provocar rabias; los candidatos, a atajar ataques. El momento de debilidad, el gesto de duda y el error involuntario ocupan los titulares y se vuelven los memes virales del día.
Estos ejercicios mediáticos no tienen gran impacto sobre la intención del voto. En 2019, Vincent Pons, de Harvard, y Caroline Le Pennec, de la Universidad de California, Berkeley, encuestaron a unas 94.000 personas para analizar 56 debates televisivos en Estados Unidos, Reino Unido, Alemania, Canadá, Suiza, Austria, Italia, Suecia, Países Bajos y Nueva Zelanda. En todos los países, encontraron que los debates no ayudaron a los indecisos ni produjeron cambios de opinión en los decididos. En una encuesta de Monmouth University, New Jersey, de 2020, solo un 3 por ciento del electorado dijo, antes del primer debate entre Biden y Trump, que algo dicho allí podría cambiar su intención de voto. Esto minimiza aún más el peso de los debates en el voto en tanto las investigaciones muestran que, de los dos o tres organizados, el más importante es el primero y de ahí en adelante los votantes usan los debates para reafirmar posiciones adoptadas.
Los debates están sobrevalorados. Nos informamos mucho mejor con entrevistas a profundidad conducidas por comunicadores expertos en temas específicos en medios que prestan una particular atención al acceso equitativo.
Sí, los debates presidenciales tienen ganado su espacio en las campañas electorales: ojalá unos pocos, acordados entre campaña y medios, transmitidos en simultáneo en cadena nacional y regional, con preguntas y periodistas de diferentes tendencias. ¿No sería útil repartir un número limitado en bloques temáticos?
En todo caso, este instrumento de conocimiento de los candidatos no ha logrado ajustarse a las nuevas tendencias. ¿Por qué no se han dado debates en alianzas de medios alternativos, que con cierta facilidad se podrían convertir en verdaderos town halls virtuales? O, ¿por qué no hacer esfuerzos para llegar a los desiertos de información a través de unos pocos debates en la señal pública?
El debate presidencial se transformó en un ritual religioso que no adora a la democracia sino exalta a los medios de comunicación, muchos de los cuales ni siquiera adhieren a las prácticas de la diosa democracia que tanto invocan.