Jorge Enrique Abello
8 Agosto 2022

Jorge Enrique Abello

Los de arriba y los de abajo

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“Todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su modo”. Así comienza Lev Tolstói su bellísima Anna Karéninna, que antes de ser rebautizada para la posteridad, se llamaba: Historia de dos familias. 

El domingo en la tarde, mientras veía la ceremonia de cambio de mando presidencial, hubo dos imágenes que me llamaron profundamente la atención y que me recordaron la paradójica historia de la infortunada Anna, que pagó con su vida la decisión de dejarlo todo, incluso su hijo, por un amante que al final del día no cumplió lo prometido y el buen Levin; que buscando cambiar el mundo rural de la Rusia zarista encontró el amor, pero no la igualdad a la que aspiraba. 

La primera imagen fue la del presidente electo, que desde la Plaza de Bolívar, con su espada en una urna y frente a lo que fue el antiguo Palacio de Justicia, hecho pira humana hace tres décadas en una batalla urbana entre el M-19 y el Ejército colombiano, que aún nos sigue costando las más tristes lágrimas; nos recordó en su discurso de posesión que Colombia sigue dividida en dos sociedades y que durante su mandato aspira a que nos unamos para convertirnos en una sola sociedad basada en la “paz total”. 

La segunda imagen fue ya en la Casa de Nariño, después de pasar revista al Ejército; representado por el Batallón Guardia Presidencial, y marchar con los generales de todas las armas; contra los que alguna vez, en el pasado, combatió el presidente electo. La imagen en particular es un plano general que nos regaló la hermosa transmisión que hizo RTVC del acto de posesión; en la que podemos ver a la familia del presidente saliente en la parte superior del cuadro y a la familia del presidente entrante en la parte inferior del cuadro; luego la imagen se invierte en el mismo plano después de un trompicado saludo y despedida de ambas familias.  Los de abajo pasan a ser los de arriba y los de arriba a ser los de abajo; difícil encontrar una imagen tan perfecta para describir lo que ha sucedido en 200 años de democracia en Colombia. Todo esto en medio de la emoción contenida del personal de servidumbre de la casa presidencial, que observaba desde las ventanas de palacio y que luego se abalanzó sobre el mandatario al entrar a su nuevo hogar; mientras Iván Duque se retiraba con la cabeza en alto en medio de la rechifla de gallinero, apenas opacada por las notas altas de la banda de guerra del Guardia Presidencial. Parecía una puesta en escena de Guadalupe años sin cuenta del agudo Santiago García del Teatro La Candelaria; que si estuviera vivo, seguro esta escena le hubiera sacado una sonrisa; preguntándose qué fue primero: la realidad de la que la puesta en escena se nutre para inventar la dramaturgia o el teatro que ha inventado tantas realidades desde Shakespeare, incluyendo al hombre moderno y ¿por qué no?, la de estas dos familias presidenciales. Al ver esa imagen, me fue imposible no pensar que cuando caminamos sobre nuestro propio destino, son nuestros actos los que determinan la calidad y la estética de la puesta en escena, somos quienes damos forma al sueño o a la pesadilla de nuestros días. Un presidente que en el pasado se levantó en armas contra el Estado, hoy marchando sin perder el paso con los generales de la república; otro presidente abandonando su cargo y que en medio de las dos líneas melódicas de su despedida: la de chiflidos y la de la banda de guerra, solo es capaz de escuchar la última, ya que se siente con el deber cumplido. María Paula Correa, la secretaria del presidente, tropezándose en las escalinatas de palacio y a punto de caer sobre la primera dama; uno de los edecanes de la Armada mascando chicle ya más relajado después del rifirrafe de “aquí mando yo”, con el tema de la espada de Bolívar.  Los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos, recordé. Sin embargo, debo confesar que me conmovió ver partir a un presidente tan joven, tan seguro de su servicio, sin darse cuenta de las consecuencias de muchos de sus actos, como la desidia frente a la muerte de tantos líderes sociales durante su mandato o la falta de implementación de la economía naranja, su bandera de campaña, en plena cuarta revolución industrial. 

Me conmovió también y muy profundamente ver la Plaza de Bolívar llena de todos los colores de nuestra sociedad, ver la nueva imagen del himno nacional con todas las razas y culturas que componen nuestra diversidad; me conmovió después de haber vivido en los ochenta el asesinato repetitivo de varios candidatos a la Presidencia, ver cómo la huérfana de uno de ellos, María José Pizarro, envestía con la banda presidencial al presidente electo en medio de las lágrimas. Me conmovió ver a un hombre tan frío como Gustavo Petro quebrársele la voz al mencionar al final del discurso, la imposición sagrada que le hizo la niña arhuaca en la Sierra Nevada; porque hace mucho tiempo no veía a alguien con tantas ganas de ser presidente de esta nación; y, por supuesto, me conmovió pensar en que debemos dejar de ser dos sociedades como las del plano general de RTVC en palacio. Dos sociedades distintas: los de arriba y los de abajo. Tólstoi lo definió desde otro punto de vista y no precisamente desde el político o el económico como sí lo hicieron los nacientes bolcheviques en su época, de los cuales desconfiaba; Tólstoi lo hizo desde la alegría y así decidió el destino de los personajes de su obra más importante.

 ¿Cuán felices amanecieron estas dos familias presidenciales en la mañana del lunes al abrir los ojos y despertar en un nuevo día? No lo sé, tampoco sé, como dijo el presidente, hacia dónde va este cambio, pero que tenemos que hacerlo, tenemos que hacerlo, para construir una sola sociedad y no vivir más como enemigos en pugna. ¿Que si Gustavo Petro lo puede cumplir? Es claro que él mismo no lo sabe; otra vez la decisión está en nosotros que debemos terminar de entender que la ley y el poder están para proteger a los más desfavorecidos de este país; así que pensémoslo bien, ¿qué queremos ser en el futuro? La amante traicionada o el hombre que construyendo su propio mundo encontró el amor de su vida. Tólstoi ya lo sabía cuando escribió Anna.

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