Jaime Honorio González
30 Abril 2022

Jaime Honorio González

Los miserables

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No repetiré las inconfesables miserablezas que confesaron unos miserables convenientemente arrepentidos; y no las repetiré —no porque no deba hacerlo— porque, simplemente, son irrepetibles.

Creo, en cambio, que deberíamos grabarlas en los muros de nuestra vergüenza, que deberíamos enviar legiones de grafiteros para que pinten con sus aerosoles la ignominia de lo sucedido, que deberíamos esculpirlas en cada piedra de este territorio repleto de miserias, que tendríamos que encerrarnos en nuestras fronteras mentales y que no deberíamos volver a salir con la frente en alto, al menos durante una generación, o dos, o tres, que deberíamos trancar por dentro y botar la llave, ojalá al profundo lecho de algún río, para que nadie la encuentre jamás, podría ser en uno de esos cauces por donde bajan cadáveres, porque eso también pasa en este país: los cadáveres bajan por los cauces de nuestros ríos. Y nosotros solo los vemos pasar.


Cuánta pena siento, cómo decir que soy orgullosamente colombiano oyéndole a esos miserables lo que cuentan que hicieron en nombre de la patria, porque estaban debidamente uniformados, fuertemente armados e investidos de toda la autoridad que da el hecho de actuar en nombre de la patria.


Yo no los perdono. No tienen perdón. No hay justificación, no hay excusa. No habrá tiempo que cure esa herida, no habrá acto que repare ese dolor, no existirá verdad suficiente que alivie saber que hicieron lo que hicieron por el motivo que dijeron que tenían para hacerlo. No. Me niego.

Yo no los perdono, que los perdone esta sociedad que no tiene perdón. Yo no los eximo, que los exima la ley de cualquier responsabilidad. Yo no los absuelvo, que legalicen su pecado.

Eso sí, yo no los olvidaré, que nadie los olvide. Que todos los recordemos por lo que hicieron, como única garantía de no repetición en un país que ya está más que gastado de tanto repetirse y repetirse hasta el cansancio, todos los días, en todo momento, a cada instante.

Yo, en cambio, lloraré mientras los escucho, mientras los veo, mientras leo, mientras escribo, mientras limpio mi alma, impregnada de incontenible rabia que —además— no quiero controlar y entonces la dejo que se desborde en estas palabras que no son texto ni columna ni escrito ni nada, solo expiación de un profundo dolor juagado en lágrimas.

Y voy a llorar un poco más por las mamás y los papás y los hermanos y las novias y los tíos y los amigos de todos los que pagaron —con su vida— el precio de una guerra que ni siquiera armaron, muertos a manos de estos miserables que peleaban por unos jefes a los que ni siquiera conocían, a cambio de recompensas que no merecían, buscando resultados que —al final— no se obtuvieron, hiriendo de muerte a la nación entera que se empeña en pasar esa absurda página para no tener que recordar la increíble —de no creíble, de imposible creer que algo así haya sucedido— historia de la compra y venta de personas con el único, abyecto y exclusivo fin de mostrar resultados. En serio que no es creíble.

De las once descarnadas confesiones de esta semana, diez fueron de militares y una de un civil, el reclutador, que se llevó a varios jóvenes de Soacha y los vendió en Ocaña a los asesinos del Ejército. La verdad, no encuentro otra forma de decirle a los miembros de esa institución que planearon la ejecución a sangre fría y con ese nivel de premeditación de tantos y tantos colombianos.

Y dije que no repetiría las confesiones pero sí volveré a recordar la historia de una de sus víctimas que se me quedó grabada en la memoria, la de Fair Leonardo, el amor chiquito de Luz Marina, que vivía enamorada de su hijo de ojos azules, de 26 años pero con la edad mental de un niño de diez por cuenta de una discapacidad cognitiva.

Leonardo se entretenía haciendo mandados en su barrio, en Soacha, con tan mala suerte que la tienda a la que iba era frecuentada por el reclutador, que fácilmente lo engañó: “En las horas de la tarde me llevo al muchacho al terminal de Bogotá. Un muchacho inocente. Lo vi que no era como uno. Nos subimos, el bus iba vacío”, dijo ante los magistrados de la JEP.

Leonardo, el bonito niño grande de su mamá, apareció muerto de varios tiros en Ocaña, con un arma en su mano derecha (era completamente zurdo), dizque dado de baja en un enfrentamiento con el Ejército, que lo presentó como jefe de una estructura guerrillera que tenía asolada la región.

Aceptaré lo que diga la Justicia, no los odiaré, pero no los perdono. Que los perdone Dios, aunque no creo que ni él lo haga. Ya llegará el día en que tengan que enfrentarlo y rendirle cuentas y explicarle que mataban inocentes para ganarse unos días de permiso, unas cuantas monedas, unas baratas medallas. Ni siquiera pronunciaré sus nombres. Para mí, siempre serán los miserables.

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