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Se llamaba Davide pero le decían Dulcino. Su mujer fue Margherita de Trento.  Merodeando el año 1300 de nuestra era fueron acusados de practicar el sexo libre, la sodomía y la locura, y juntos lideraron una horda de siervos y simples que, en su camino por las montañas lombardas en el noroccidente de Italia, arrasaron y saquearon todas las iglesias que encontraron a su paso, declarando así la guerra al papa Clemente V y a la cúpula de su Iglesia. Arengaban que la política religiosa del representante de Dios en la Tierra estaba en contra de los principios fundamentales de la secta fundada por Fray Dulcino, lo que condujo a lo que se conoció en su época como las ‘guerras dulcinianas’. Más de 15.000 hombres y mujeres debió enfrentar un dominico de los de mayor confianza del papa: el inquisidor Guillermo de Gui, para sofocar esta rebelión contra el corazón de la Iglesia, a finales del medievo y que por demás representó uno de los primeros brotes reformistas que terminarían abriendo la puerta al Renacimiento.

Los dulcinianos defendían los preceptos más hermosos de que se tiene cuenta en la religión católica. Eran apóstoles de San Francisco de Asís, no creían en la opulencia de la Iglesia y, en contraste, sus almas vibraban con el sentido de humildad y desapego de cualquier riqueza, salvo la espiritual, que tomaba cuerpo a través de la compasión y servicio a los más desfavorecidos, contando entre ellos a todos los animales y fieras de la naturaleza. Promulgaban la igualdad de los sexos y estaban en contra del sistema feudal y, por supuesto, de la represión que ejercía su sostenimiento. 

“Que donde haya odio, siembre yo amor / Que donde haya injuria perdón / donde haya duda, fe” reza la oración más compasiva de San Francisco que a su vez fue inspiración para Dulcino y Margherita, que sin dudarlo blandieron la espada, empuñaron la adarga y derramaron la sangre de sus compatriotas para defender la más bella intención que haya tenido un ser humano sobre la Tierra, para defender el amor absoluto.

Su ejército lo constituyeron aquellos que en la época se les denominó “los simples”, que no eran más que siervos sin educación, probablemente paganos en algunos casos y tratados en la mayoría como esclavos a los cuales su dueño (el señor feudal) veía menos que un animal que podía dar leche o crías. Todos terminaron en la hoguera en nombre de Dios y hoy es poco lo que se sabe de ellos. Sin embargo, no fueron aniquilados del todo, más bien han ido cambiando a través de la historia de cara y de nombre, porque sin los simples no hay revolución posible, se les ha llamado según la causa: cimarrones, reformistas, partisanos, bolcheviques, nadies y son todos aquellos que las minorías olvidan y que al cabo del tiempo cobran ese olvido cambiando la moral de su época subvirtiendo el orden establecido. Muchas de esas transformaciones sociales han sido gestionadas desafortunadamente desde el odio y lo que comenzó bajo la bandera de un noble ideal, termina transformado en una propuesta violenta, como las guerrillas radicales a las que perteneció Mandela en su juventud, o Los Panteras Negras en los sesenta en Estados Unidos, o incluso la Santa Inquisición, que quemó a Dulcino.

Hoy, los nadies han regresado de la mano de Francia Márquez, a quien no conozco, pero que parafraseando a Galeano les devolvió la vida. Y están de vuelta para recordarnos la crueldad y el dolor de la exclusión, el racismo y el clasismo que nos debilitan como sociedad moderna. Han venido para anunciarnos que los olvidados merecen “una segunda oportunidad sobre la Tierra” y que la equidad es un principio fundamental para construir un diálogo posible en Colombia, que durante años se ha desmoronado por la intolerancia y la incapacidad de aceptar la diferencia. A mí en lo personal eso me alegra y esperaría que fuera más allá del discurso manido de la guerra de clases, porque mi pensamiento liberal me indica que debo estar de parte de los más débiles, para que el sentido democrático de mi país cobre verdadero valor en su devenir social. Y como ya no estamos para seguir derramando sangre, ni invalidándolos por nuestra procedencia o menoscabándonos por nuestra esencia, debo hacer una advertencia a los radicales y recordar el pasado; el error de Dulcino en su gesta por salvar lo que Francisco de Asís llamó amor. Y es que esto no se logra ni en una batalla, ni blandiendo la espada, ni utilizando las mismas armas del enemigo porque te conviertes en él y no hay peor derrota para el cambio social, que convertirnos en lo que tanto odiamos. 

Que no busque ser comprendido, sino comprender / que no busque ser amado sino amar / porque dando es como recibo.
 
 

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